Cuadro blanco sobre fondo blanco, Malevich
Julio Cortázar contaba entre
sus libros de cabecera la novela Paradiso
del cubano José Lezama Lima. Afirmaba que el texto no sólo constituía una
obra maestra, una novela fascinante y un paradigma de lo que el neobarroco
americano dejaría a la literatura universal, sino que además podía leerse como
“un libro de consulta”. La sentencia no sorprende, pues, en efecto, si se busca un ejemplo
deslumbrante de trabajo e indagación de la palabra, un tratado de emociones o
una revisión imaginativa y audaz de la cultura hispanoamericana, se puede abrir
el libro por donde se quiera, que se encontrará, con seguridad, un hallazgo
irrefutable. El cómo consigue Lezama esta genialidad, puede atinar una
interesante explicación en la lengua castellana. Pues uno de los grandes
protagonistas del magnífico texto –quizás
el más imponente—es el idioma español, y con ese personaje lingüístico tan
cercano e imprescindible, sucede como al espectador apasionado con la estrella
de su película favorita, que se enamora perdidamente de ella, y jura admiración
eterna como retribución al regalo mágico que ha recibido del séptimo arte.
Pero Cortázar no se
conformaba con este atractivo enunciado que otorgaba a Paradiso las virtudes de una enciclopedia. Quiso llevar esta obra a
un terreno más profundo, generando una apuesta valiente y adelantada que
contestaba muchas de las críticas que señalaban en la novela del cubano un
aparato hermético, oscuro e imposible de entender. El autor de Rayuela, siguiendo con su apología
lezamiana, concluía que para “entender” el laberinto fascinante de la poética
de Lezama Lima, era preciso “aprender a nadar”.
Esta cita sí que sorprende,
y no por las explicaciones que se pueden descifrar en ella, que las tiene, sino
por el universo que insinúa. Cuando se aprende a nadar, pensar no es
suficiente, de hecho, es desfavorable. Para aprender a flotar, de nada vale
buscar una lógica segura, organizar y comprender los mecanismos del movimiento,
elaborar una idea acerca de la natación, o hacer presente la fórmula con la que
el cuerpo logra sostenerse en la superficie del agua. Para zambullirse, nada
mejor que imitar a un niño, que “dejarse llevar” por la capacidad natural, nada
especulativa, de abandonarse a flotar. Si extrapolamos esta experiencia cortazariana
a la cultura y al arte, los resultados son asombrosos. Frente al denodado
slogan “no lo entiendo”, multitud de propuestas actuales proporcionan un
ejercicio de libertad y una oportunidad de encantamiento. Obras que no demandan
una explicación fija, una lógica o un raciocinio, sino que invocan la capacidad
innata e instintiva, el “dejarse llevar”, con el que el corazón registra a
través de símbolos, sensaciones, música y palabras, que por fin, sin pararse a
argumentar, disfruta.
Claro que en el agua de un primer
crawl artístico, sobre todo si se está ante una obra contemporánea,
soltar la emoción es difícil. Se tiene una extraña predisposición –de la que la
tradición no parece liberarse y de la que cabe reconocer que han surgido auténticos
tesoros— a buscar lo anecdótico, lo razonable, lo inteligible, lo controlable,
como piezas necesarias con la que armar el deleite. Esto es, que si una obra no
puede entenderse a la manera en que se entiende cualquier otra cosa, no se
disfruta. Y lo cierto es que ese empeño por “entender”, ese afán de definiciones,
ese impulso de dominación, no hace más que separar a los seres de las
producciones artísticas de su tiempo, y tal vez, de todo el arte.
El también cubano y neobarroco
Alejo Carpentier ofreció en su novela La
consagración de la primavera argumentos para estas afirmaciones, que
conviene revisar por su actualísimo resuello. Con una audacia y estilo
inconfundibles, tomó el capítulo XVI del Tratado
de pintura de Leonardo da Vinci para afirmar que el público convencional tiende
a demandar una imagen, una historieta y un testimonio para comprender, para
crear el apoyo argumental con el que explicar lo que observa. Se trata de una
propensión muy usual a los “paisajes, batallas, nubes, actitudes desafiantes,
expresiones de cabezas extraordinarias” en todo lo que se mira, desde una “vieja
muralla”, al cielo, o a cualquier “piedra jaspeada”. Esta reacción, en el arte,
lejos de acercar las obras –increpa Carpentier—induce un desajuste entre el
gran público y las estéticas contemporáneas. Pues al instalar explicaciones, la
audiencia se aleja de “la vieja muralla y la piedra jaspeada” como “valores
plásticos en sí”. Esto es, que sin lo anecdótico y circunstancial, se siente
perdida y elige la retirada.
Dicho de otro modo, aprender
a nadar cuando se lleva toda una vida sin intentarlo es muy engorroso. Se encontrará
el modo, si el aprendiz logra conectarse con la secreta satisfacción que provocan
el movimiento, las líneas, las texturas y las intensidades del agua. O lo que
es lo mismo, sopesa Carpentier, la clave está en no “buscarle cinco pies” a la obra, “ni preguntar por los amores o
jodederas” del autor. Las expresiones artísticas son tan orgánicas y somáticas
como la naturaleza, y en ese sentido, quien pretenda confinar el arte o utilizarlo
como un “adorno,” “falsea las nociones fundamentales del ser humano”. Pero cabe
pensar que si lo artístico sigue siendo una necesidad, es porque en absolutamente
todos los públicos habita esa suerte de chip poético, de instrumento estético,
de manual invisible, que ayuda a disfrutar naturalmente de cualquier forma del
arte. Las preferencias, los gustos, las elecciones, las críticas, incluso, las
limitaciones, no son más que capas epidérmicas de una afirmación deslumbrante: el
hallazgo inexplicable que lleva a los seres a conectar llanamente con las
expresiones de otros.
No cabe ninguna duda, sin
embargo, de que todas las grandes obras admiten infinitas lecturas, mírese el
océano de interpretaciones acerca del Quijote,
Las mil y una noches, o de cualquiera
de los textos Shakespeare. Claro que cuanto más bagaje se posee y más se ha
ejercitado el músculo de la lectura, más puede ahondarse en la apreciación de
cualquier asunto. No es lo mismo flotar que saltar desde un trampolín olímpico,
pero el caso es que de ambas cosas puede disfrutarse. Todos los niveles de
conexión con una obra son necesarios e igual de respetables. Y si hay una primera,
segunda o una tercera aproximación, es porque primero hubo un goce, un encantamiento,
una atracción.
Entender, explicar, razonar,
comprender, son estadios posteriores al placer, peldaños contiguos a la impresión.
Por eso, precisamente porque el arte trabaja con valores tan inasibles como la
emoción y las ilusiones, las obras suelen ser desconcertantes incluso para sus
creadores. A lo sumo, citando a Borges, “el hacedor” probará las intenciones de
su trabajo, pero el resultado sólo se completa cuando lo recibe y lo justifica un
interlocutor, tal vez, porque “la invención de la fábula precede a la
comprensión de la moraleja”. Tal vez, porque el destino de un libro, un
cuadro o una película, suele ser desconocido por su autor, pues el resultado de
un trabajo artístico no sólo depende de un propósito o de una lógica, sino de
lo inexplicable, de los alcances que ignora misteriosamente acerca de sí mismo.
Es conocida la divertida anécdota del cineasta argentino Eliseo Subiela, que
después de debatir durante horas acerca de su último film, fue sorprendido por
uno de sus espectadores, que tomando el micrófono y con voz segura sentenció:
“Lo siento, Subiela, pero usted no ha entendido su propia película”.
Es del todo arduo y
arriesgado determinar qué valores encontrarán asidero en la actualidad como
movimientos auténticos, que obras sí requieren ser pensadas y cuáles celebran un
sencillo "dejarse llevar", qué propuestas no son más que gestos snobs de la era
de las tendencias, campañas publicitarias o materia de lo superficial y fugaz
contra la incertidumbre. Regresando a Borges, los autores contemporáneos “son
demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología”. Pero lo que sí puede
afirmarse es que para acompañar la soledad, la crisis, la preocupación, la
alegría, el amor o el desengaño actuales, nada ofrece tantas respuestas inmediatas,
nacidas de lo real y necesarias, como el arte de nuestro tiempo. Justamente ese
tipo de invitaciones artísticas que surgen de la necesidad, que son urgentes
para su autor como imperioso es nadar para no ahogarse, cumplen inevitablemente
con el valor más primigenio de la comunicación artística. Ya que
independientemente de su forma, corriente o expresión, lejos o cerca de la fama,
las buenas críticas o el reconocimiento, encontrarán albergue en otra
necesidad, la de los seres que habitan un mundo de similares inquietudes.
Porque tal vez las
respuestas del arte no son más que interrogaciones móviles, preguntas a nuevas
preguntas y así ad infinitum, y ese
es justamente su logro, expandir, agrandar, bifurcar, poner un zoom a la
sensibilidad y a la conciencia, invocar el fractal de la emoción, tropezar con
el infinito en los espacios cerrados. Hoy como nunca, leer, mirar un cuadro, ir
al cine, acariciar una voz, estar en una platea, es imprescindible. La cultura cobija
nuestra emoción e inteligencia y basta dejarse llevar un poco por la más
irracional de todas las lógicas, por la más natural y espontánea de las
emociones, para darse cuenta de que, sin saber cómo ni por qué, gracias al
placer que regalan las obras de arte, se puede aprender a estar, mágicamente, a
flote.
Muy instructivo.
ResponderEliminarUn beso Betancort!
;)
Preciosa, nota, querida Sonia.
ResponderEliminarY muy buena la metáfora de aprender a nadar. A flotar. A navegar a nado y a flor de piel por los diversos vericuetos de las formas y sus múltiples significados. Por lo cual se me ocurre inmediatamente otra opción: aprender a sumergirse.
Compré Paradiso hace como 15 años,apenas lo toqué. ¿Habrá sido por la mala edición que conseguí? Recuerdo haber leído comentarios de Julio sobre Lezama y Paradiso en La vuelta al día... En cambio leí su poesía completa. Tan intrincada, a veces, tan delicada y tan bella. Tendré que leer Paradiso (se aceptan tirones de oreja)y tu nota me impulsa a hacerlo. Me gustaron mucho todas tus apreciaciones.
Gracias. Besos.
Hola, Sonia, cuánto tiempo! Cómo te va? Estuve a leer tus escritos. Están bien, ya sabes que me gusta lo que escribes. Un beso y un abrazo desde Santa Marta. Me dijeron que andaba canino el Ateneo por falta de socios e igual tenían que cerrar. No sé, ya les preguntaré a Fernando o Raul. Un beso y mucho éxito con tus cosas, con tu carrera, con tus publicaciones y con tu vida sentimental.
ResponderEliminarJavier Cobaleda
Poeta y escritor
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