Reseña
publicada en Quadrivium (Puerto Rico) número 8, Año 13 y 14, pp. 63-66
Entre los muchos aspectos que identifican a Benjamín Prado (Madrid, 1961) como uno de los escritores más valientes y originales de la literatura española actual, llama la atención su destreza a la hora de edificar sólidos caracteres psicológicos. En efecto, sus trabajos narrativos (Raro; Nunca le des la mano a un pistolero zurdo; Dónde crees que vas y quién te crees que eres; Alguien se acerca; No sólo el fuego; La nieve está vacía; Mala gente que camina; Operación Gladio), ensayísticos (Siete maneras de decir manzana y Los nombres de Antígona), biográficos (Carmen Laforet) y autobiográficos (A la sombra del ángel (13 años con Alberti), Romper una canción), reflejan una afinada técnica de observación, reflexión y retrato del comportamiento humano. Prototipos destacados por la diferencia, arropados por el fervor de la crítica o la templanza de la compresión, paradigmas apuntalados por opiniones insidiosas o emociones conmovedoras. El trabajo de tipificación de personajes en este hábil escritor siempre afirma un impulso mediador, no por ello permisivo, que presenta a todo ser, incluido al lector, como un malabarista de contradicciones. Y es precisamente en la paradoja, en el choque de la personalización, donde la literatura de Prado deja entrever la riqueza de la experiencia humana. Un póker reconciliatorio que le permite indagar los universos literarios con igual soltura en las columnas de periódicos como El País, al frente de la prestigiosa revista Cuadernos Hispanoamericanos, en numerosos Institutos y Universidades españolas e hispanoamericanas, o en un delicioso mano a mano creativo con escritores, músicos, deportistas, cocineros, sommeliers y artistas de todo el mundo.
Cuando esta interesante versatilidad se traslada al terreno de la poesía, los resultados son sorprendentes. Entre su exquisita obra poética (Un caso sencillo; El corazón azul del alumbrado; Asuntos personales; Cobijo contra la tormenta; Todos nosotros; El recopilatorio Ecuador; y Iceberg), el libro Marea humana1, VIII Premio Internacional de Poesía Generación del 27, es quizás la más explícita prueba de esta destreza. Uno de los aciertos del texto consiste en proponer un embrión de caracteres, un inventario de personalidades donde historia, literatura y filosofía mecen el logaritmo de la conducta humana. Con gran audacia, se exhiben los poemas “La víctima”, “El poeta”, “La rencorosa”, “El soñador”, “El avaro”, “El ecologista”, “La soberbia”, “El sabio”, “El
terrorista”, “El optimista”, la serie de “El enamorado”, “El filósofo”, “El vividor”, “El traidor”, “El inmigrante”, “El fatalista”, “El derrotado”, “El humilde”, “El cínico (discurso)” y “La misteriosa”. Temperamentos que navegan afinados por un bello trabajo de compromiso histórico, por una pausada ecuanimidad y por una valiente mirada hacia un sí mismo colectivo e individual, armonizado con un paciente ejercicio de conciencia. El resultado es un catálogo de individualidades que, con gran inteligencia y sensibilidad, consigue que el que lee reconstruya un inolvidable viaje por su propia experiencia. Esto es, que una de las grandes conquistas de la “marea humana” de Benjamín Prado es la identificación natural, y siempre asombrosa, que acontece en el lector seducido por los universos de la más alta poesía.
Entre los instrumentos de que se vale para alcanzar este original muestrario de esencias, destaca una meditada estructura. El autor propone dos nítidas secciones tituladas igual que el conjunto, “Marea humana”, como si de un solo epígrafe se tratara. Dicha elaboración –que sugiere el ritmo oceánico— aparece consecuentemente incrementada por una tercera sección, central, que juega a los mecanismos del zoom fotográfico dando lugar al nudo del poemario, al cenit emocional y convergente que irrumpe con un protagonista axial, “El enamorado”, voz poética de la serie de ocho poemas del ecuador de la obra. Este alargamiento del prototipo, localiza un paralelismo con las fuerzas gravitacionales ejercidas por la luna y el sol en el mar, otorgando al amor la energía más latente del poemario y uno de los valores fundamentales de la condición humana. El compendio revela así un movimiento ágil y atrayente, que cautiva y guía cómodamente hacia la costa filosófica en la que parece querer dilatarse la reflexión: el sentimiento amoroso que pivota entre los sueños colectivos y la entrega individual. De manera que la estructura en tres fragmentos se proyecta en uno solo, cuyo principal eje confecciona un sugerente ritmo de amplificación y una meditación que va más allá de los límites físicos y de sentido del objeto libro.
En consonancia con esta original estructura, la voz poética de Marea humana nunca se doblega, el tono parejo y sereno atraviesa con naturalidad las tres secciones del poemario. Puede afirmarse, que la pasión del “yo” poético no es abrasadora, no es romántica, resuelve la más delicada de sus presencias con los instrumentos de la uniformidad y el equilibrio, la cercanía y la imparcialidad. No extrañan sus usos, pero cabe celebrar sus novedosos resultados, pues la crítica ha distinguido estas características en casi la totalidad de la llamada Poesía de la experiencia, de la que sin lugar a dudas se ven imbuidas las poéticas del madrileño, pero a las que imprime señales absolutamente propias. No cabe duda, en este sugerente poemario se transparenta –sin olvidar la lírica anglosajona de la que en ocasiones ha rescatado el uso del verso blanco— lo mejor de la literatura y la filosofía hispanas del siglo XX, así como una consecuente preocupación por la historia contemporánea de España. El sentido de la poesía como un lenguaje próximo a lo cotidiano y a la inmediatez de la realidad, definido por su amigo Luis García Montero en “Poética” (Completamente viernes), en lo que ya se considera una apreciación clásica de las estéticas de la experiencia, fluctúa en la poesía de Prado como una luminosa conjunción de amor y conciencia.
Junto a los poetas “de la experiencia”, sobre todo García Montero y Felipe Benítez Reyes –a quien dedica el libro, además de a sus hijos—, Benjamín Prado despliega un mapa de navegación que, coherente con sus influjos, se detiene en las islas literarias de la Generación del 27 y de la Vanguardia hispanoamericana. De estos territorios rescata el arrojo existencial, la sinceridad imaginativa, la realidad circundante, la presencia de la memoria y la invocación de la tradición literaria española. Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Neruda, Alberti, Cernuda, Lorca, Salinas, reaparecen en la voz del autor de Iceberg como presencias indagadoras “del carácter ideológico de la intimidad” (García Montero, El último tercio 27). Y viceversa, el desamparo filosófico que se balancea en la “marea humana” zarpa de la historicidad para alcanzar el horizonte de una sincera expresión de las travesías más íntimas del ser humano.
En ese marco, y más intuitivamente que de modo conjeturado, los protagonistas de esta sugestiva pleamar transforman los parámetros clásicos de la caracterología que Bahnsen –en 1867— concretó en una incitante fundición de psicología, sentido común y literatura; y que, Gordon Allport –hacia 1937— simplificó en una evaluación de prototipos desde un punto de vista ético. Pues sin perder la perspectiva de un dilatado sentido de la ética y un enérgico compromiso con el contexto más inmediato, subyace una actitud reconciliatoria en la que el autor, lejos de imponer conclusiones o valoraciones de los tipos expuestos, aproxima, mediante la oblicuidad y la sugerencia, la evidencia de la realidad como laberinto poliédrico. Un galimatías hecho circunstancia con el que merece la pena comprometerse en tanto implica un aprendizaje extraordinario.
Esta valiente articulación envuelve tres grandes coordenadas: la historicidad, la poesía y el amor. Poemas como “La víctima” o “El inmigrante” sugieren un universo social que ofrece una superación de los límites entre el “uno” y el “otro”. Se trata de una provocativa mirada al fondo más humano de la conducta, una intrépida actitud que disuelve las fronteras entre víctima y victimario, perseguido político e inmigrante económico, victorioso y fracasado, humilde y soberbio. Y donde el recuento exige, valiéndose de un excelente dominio del diálogo íntimo, un cuestionamiento del lugar que cada ser humano ocupa con respecto a su realidad: “Pregúntate/ a cuál/ de/ ellos/ te/ pareces. Pregúntate/ cuál/ de/ ellos/ quieres/ ser” (75). De manera que lo que interesa al poeta es la conciencia de un lector con el que espera cruzarse y a quien ansía dejar el apremio de tomar partido, la urgencia de “querer saber” (66), la importancia de la libertad, “porque nadie/ respeta/ a aquel que lo domina” (28).
Como puede observarse, Benjamín Prado es un maestro del aforismo –acaba de publicar una obra con este carácter, Pura lógica—, práctica balanceada por un excelente manejo de la emoción. Volcada con intensidad, pensada para el lector, generalmente al final de cada poema, la meditación reconciliatoria no es ajena al estremecimiento. Los poemas de este avezado escritor sorprenden difuminando la dicotomía emocional, no porque ésta deje de existir, sino demostrando que a todo ser humano le corresponde la experiencia vital de ver arder su “lógica,/ las certezas y el orden/ dentro del corazón” (30). Una condición similar parece embarcarse en aquellos poemas en los que Prado instaura con más o menos claridad la intención de delinear una poética. Textos como “El poeta”, “El optimista” o “El soñador” lideran una clara tendencia a la cavilación acerca de la intersección entre “fracaso” y “acierto” en la poesía. Pues “cada poema trata/ de lo que no ha logrado el poema anterior” (16), pero, como diría Borges, en el sueño dirigido de la literatura, “es dulce cortar el alambre de espino/ de los versos tachados” o “saber que en el maíz se deletrea un tigre” (16), “porque el verso/ anterior/ no ha sido/ el último./ Por la esperanza/ de que no me olviden” (37).
Finalmente, esta meta-poética se desliza de las preocupaciones de un océano literario para instalarse con igual talante en la experiencia del amor, navegación a la que Benjamín Prado quiere otorgar, como se ha dicho, una inducida centralidad. El sentimiento amoroso proyecta la imperiosa necesidad de enriquecer la vida, a riesgo de traicionarla y con la voluntad de “resistir el cerco de la noche” (56). Y confluye asimismo en un enfrentamiento apasionado con las palabras, un cuerpo a cuerpo con la musicalidad, una arrojada discusión con las estéticas. La emoción amorosa se presenta en esta obra, y en casi toda la poesía de Prado, con la paradoja de un grito tranquilo, de un sereno descubrimiento de la desazón, donde no faltan la ironía y la “canallada”: “Nunca serás feliz si sales de mis sueños” (44), donde asombra la entrega sin expectativas: “yo que te doy mi vida;/ yo que quisiera darte hasta mi muerte” (47), y donde puede leerse una inseparable juntura con el acto de escribir. En otras palabras, amor y poema navegan juntos, y tal vez también unidos disuelven sus fronteras: “donde no hay nadie/ y ya nada es verdad” (43). Al desengaño amoroso, a la pérdida del ser amado, se impone la palabra poética, que “va a decirle:/ […] mi amor, sigue matándome/ que para mí no hay muerte más hermosa/ que morirme sin ti mientras te espero” (46). El amor, concluirá Benjamín Prado, “acepta esta página” (86), “quizás apoye el oído en estos versos” y “habitará un día” (55), porque “he escrito este poema para recuperarla” (59). En efecto, tras el viaje de estos poemas, algo acontece súbitamente. El lector de este magnífico libro se encontrará cara a cara con los innumerables rostros de la poesía, de sí mismo y de la vida. Y allí se le exigirán las pruebas del “enamorado”: como el poema, como “la palabra distancia cambia con los kilómetros”, cambia “la palabra amor/con las heridas” (31) en la marea humana.
NOTAS
1 Las citas corresponden a la edición Benjamín Prado. Marea humana. Madrid: Visor, 2007. Se citará el número de página correspondiente entre paréntesis.