Cuando
Jorge Luis Borges era todavía un niño, con apenas once años, publica su primer
texto literario, la traducción del famoso cuento de Oscar Wilde El Príncipe Feliz que aparece en El País (Buenos Aires) en 1910. Entre
las ilimitadas novedades del paradigma Borges, el hecho atesora dos reveladores
destinos: el de la primicia del escritor más aclamado de la literatura
argentina y el secreto deslumbramiento de las culturas orientales. La
composición, que hoy puede revisarse en la Biblioteca Nacional de Argentina,
concede además un ejercicio conciso y prodigiosamente precoz que seduce por su
manejo del español, idioma que aprendió después de “la música verbal de
Inglaterra” con la que su abuela británica le había enseñado las primeras
letras de la mano de Stevenson, Kipling y sir Edwin Arnold, entre otros. Con
las excelentes vistas de esa biblioteca, principalmente gracias a The Jungle
Books de Kipling y al poema acerca de Buda, The light of Asia de Arnold, su conciencia asume con temeridad y
fervor el amor incondicional por tigres y selvas ampulosas, geografías místicas
y crueles, paisajes culturales que se convirtieron en preferidos adversarios de
su Palermo incipiente. En efecto, en El
Príncipe Feliz, símbolos egipcios y africanos, zafiros de la India,
príncipes de oro y despojos compasivos irrumpen para sugerir lo que el autor
descubrirá pasadas cuatro décadas, que el lector del cuento de Wilde está ante
“una variante de fines del siglo XIX de la historia del Siddhârta”.
Al sabor de estas bibliografías sumaría la sabrosa inquietud del libro que inspiraba tantas narraciones occidentales: Las mil y una noches. Para su lectura, el joven elegiría la clandestinidad y la traducción de sir Richard Burton, cónsul británico en Asia, aliado de la Compañía de las Indias Orientales, también traductor de El jardín perfumado y del Kama Sutra, que dejaría a Occidente textos de una irrefutable transgresión y de un audaz sensualismo. Las Arabian Nights del viajero inglés –“plagadas de obscenidades”— le habían sido prohibidas, así que Borges examinó el libro quebrantando las leyes de la casa, a escondidas, en su azotea de Buenos Aires, sumido en una magia tal, que no percibió “en absoluto las partes censurables”, tal como señala en su curiosa Autobiografía. Unos años después, en Ginebra, hacia 1914, descubre la filosofía de Arthur Schopenhauer y decide emprender el titánico esfuerzo de estudiar en solitario el idioma alemán. La clara erudición de sesgo orientalista de este filósofo, pronostica, una vez más, el destino asiático borgeano: bibliografías de la escuela alemana conformarán junto a los ricos compendios ingleses un abundante caudal erudito que no parará de ensancharse.
A la vuelta de su largo viaje europeo, Oriente vuelve a interponer su imaginario rotundo en pleno contexto argentino. Esta vez, con algo más de veinte años, la honda curiosidad y el deseo consciente de convertirse en un escritor de profesión, conducen las letras borgeanas hacia un decidido contraste. Pues de no pocos escritores argentinos recibe un determinante influjo oriental que aprovecharía y convertiría en una inspiración superada, revelando un horizonte personalísimo en el que el cosmopolitismo es llevado a su extremo más paradójico, allí donde encarna un espejismo de identidades de la literatura nacional. Para una sociedad de inmigrantes, el paradigma no resulta sorprendente; para estudiosos del orientalismo erudito o teóricos de la era poscolonial, que traslucen en la perspectiva orientalista occidental un modo de eurocentrismo, la afinidad borgeana acarrea, por lo menos, una desestabilización incitante.
Liberado de las pretensiones políticas que nunca supuso para su país el interés por la cultura oriental, pero consciente de sus lazos con la cultura anglosajona, Borges se sitúa en la paradoja del orientalista que con inspiración europea escribe desde un territorio periférico y poscolonial. A esta interesante encrucijada, ávido de descubrimientos en tensión, agrega otra, devorando sin prejuicios tanto las canónicas bibliografías como las expresiones marginales de exploradores y literatos determinados por una buscada emigración intelectual. Y ese juego de contradicciones obtuvo llamativos resultados, pues a partir de aquí el pensamiento de Borges parece organizar la expedición que encuentra metafísicas y literaturas insólitas en Oriente, tesoro con el que conquista una extensión nueva de los alcances de la expresión literaria latinoamericana.
En esta personal construcción le ayudarían la mirada adelantada de Victoria Ocampo, amiga de Tagore y directora de la revista Sur; los éxitos de Güiraldes, con su novela pampeana, Don Segundo Sombra, “inspirada en la India de Kipling”; la polémica fuerza de Leopoldo Lugones, teósofo y buceador de una cultura relativamente foránea –la griega— con la que cimentar la identidad argentina; las excentricidades e intuiciones de Macedonio Fernández, cuyo diálogo socrático emparentaba el idealismo con las musas orientales; y el arrojo filosófico del pintor Xul Solar, con sus travesuras lingüísticas y metafísicas, tendentes a la recreación de un orden sobrenatural de inspiración india. Son las vanguardistas décadas del veinte y del treinta, en las que entre el ultraísmo y un criollismo empeñado, Borges no pierde de vista sus estudios de Oriente. Y va desarrollando, a través de múltiples colaboraciones para la revista El Hogar y el diario Crítica, una profusa emancipación creativa, ajena a intereses puramente científicos o de experto orientalista, y a devociones espirituales o afiliaciones a comunidades de sesgo oriental practicante.
Durante esos años, el escritor argentino organiza un meditado plan de lecturas, definido por la táctica especular de los autores que irradian la obra de otros, reconstruyendo un programado universo bibliográfico orientalista. No faltan en los anaqueles de ese imponente archivo los viajes de Marco Polo y los misioneros europeos, la fábula del Preste Juan o las batallas por el liderazgo de las costas indias, los extensos trabajos capitaneados por Max Müller (The Sacred Book of the East), o las más raras aproximaciones a autores secundarios, derivados de la Enciclopedia Británica. No es difícil congregar la poesía de Tagore, las epopeyas hindúes, las biografías de Buda, bestiarios indios y primeras novelas tibetanas, chinas y japonesas, las leyendas del Bodhidharma o los diálogos de Menandro y Nagasena. Como tampoco están ausentes las sugestivas novelas descentradas del propósito erudito de E. M. Forster y Meadows Taylor, los diarios de Romain Rolland o las crónicas de H. M. Tomlinson. Inspiraciones que le ayudaron a sostener su avance por el camino de las sabidurías orientales bajo la mirada de una literatura que buscaba exponer los hechos más sorprendentes de los sistemas del pensamiento. Porque para el escritor porteño esa debía ser la tarea de la erudición, la transmisión y el traspaso, la transferencia del mundo oriental en el que encajaba perfectamente el lenguaje de la fantasía.
En el ecuador de su vida, esta vocación se alimenta de otro destino inesperado. Debido a ciertos apuros económicos, en 1946 Borges se ve obligado a aceptar dos cargos, el de profesor de literatura y conferenciante. La buena nueva fue recibida con el temor de quien enfrenta una imposibilidad y la perplejidad de quien materializa un designio. Pues con estas actividades consigue superar su miedo a hablar en público –que sus amigos atribuían a un exacerbado pudor y a cierto tartamudeo— y redescubre las aristas creativas con que el mundo oriental se imponía en su obra. Entre los temas más aplaudidos de su auditorio se desplegó la vertiente orientalista y pudo recorrer –lo rememora en su Autobiografía— “la Argentina y el Uruguay” exponiendo temas de “los místicos persas y chinos, el budismo y Las mil y una noches”.
Cuando se revisan las notas manuscritas de esos años, las cartas, entrevistas y colaboraciones, se aprecia lo ineludible: el mundo circundante del Borges escritor cuya excelente oralidad y fascinante figura canalizan una palpitante visión de Oriente. Las culturas asiáticas hechizan la curiosidad de un auditorio repleto de ojos argentinos, y el autor que pasa de la timidez a la profesionalización on stage, no pierde la oportunidad de corresponder ese flechazo, continuando la indagación, que durará dos décadas, de su interesante libro Qué es el budismo. En este texto, las bibliografías se explotan al máximo, pero la erudición se utiliza empleando el criterio de la sorpresa, el golpe de efecto, el vínculo con la imaginación y la leyenda.
Con este soporte, el recelo de encarnar al latinoamericano periférico que, plagando su discurso de imprecisiones, desglosa lecturas de un Oriente desconocido y lejano, se diluye con un nuevo hallazgo, el del escritor argentino que traslada todo apunte de erudición al extremo escandaloso de la ficción, consiguiendo reconciliar el pudor y el respeto con la valentía y el desparpajo. En ese marco, la exigencia de la indagación erudita se suaviza, procurando un goce distinto del conocimiento y también una perspectiva nueva de la ficción, que puede ser fundada por la práctica del pensamiento oriental. Algunos cuentos de Ficciones o de El Aleph van transparentando esta inquietud, estableciendo un bello diálogo intertextual con su ensayo orientalista. Además, en Qué es el budismo se trasluce el esforzado objetivo de suspender al lector en la sorpresa de un Oriente metafísico y mitológico, que lejos de desvencijarse en especulaciones ilustradas, produce una cómoda sensación de proximidad. Dicho de otro modo, el investigador instruido encontrará en esta obra una perspectiva original y una sugerente puerta de divulgación del budismo; mientras que el desconocedor del tema oriental, hallará un libro entretenido con el que fijará asombrosos conceptos que no le dejarán indiferente.
A la altura de una libertad tan sofisticada, la producción borgeana provoca la insolencia y el acierto de una definición polémica de la cultura argentina. Pues el dominio del lenguaje de la patria le permitirá alterar su emplazamiento y volverlo tan legendario y real como la India de sus alucinaciones. El artefacto utilizado, la literatura, por foránea que sea, se eleva a la categoría de la experiencia, por consiguiente, un libro es un largo paseo y una aventura de expedición, y sus hallazgos, tan oportunos en mapas lejanos, son imprescindibles en la fundación mitológica de Buenos Aires. Y viceversa, sabe calzarse el disfraz de orientalista latinoamericano, organiza la cruzada por territorios bibliográficos orientales con la misma fuerza con que va conquistando los mass media y los auditorios de su ciudad. En efecto, propone un trayecto virtual de contacto –de sus orígenes, de sus conocimientos y de su cultura— unas veces induciendo la fatalidad del personaje que no sabe poner distancias, tan efectiva para el vértigo de la ficción, y otras, cavilando una serenidad lejana, casi fría, que multiplica los beneficios de su lúcida “máquina de pensar” Oriente.
En un abarrotado Teatro Coliseo de Buenos Aires, en 1977, Borges dicta algunas de sus últimas conferencias. Allí, en palabras de Kipling, rememora sus primeros años de vida: “Si has oído el llamado de Oriente, ya no oirás otra cosa”. A dos años de su visita a Asia, redobla el fervor por esa “aurora” que confluye en el Ganges, en la que “todo ha sido pensado” y cuyas filosofías no son “menos extrañas que las de otro planeta”. Entre aplausos concluye que “esa patria de la suntuosidad” “no es una pieza de museo”. La afirmación es inquietante, pero en efecto, las culturas orientales no son fragmentos de una distante exposición, “no para millones de hombres”, y no para el traductor de El Príncipe Feliz, ni para el discípulo latinoamericano de Schopenhauer. No para el bibliófilo apasionado ni para el tímido orador que se había dejado arrebatar por los secretos de Oriente: “el jardín que tengo/ para que tu memoria no me ahogue”.
TEXTO PARA LA REVISTA FRANCESA "LE MAGAZINE LITTERAIRE" (2012) AQUÍ EL ARTÍCULO EN FRANCÉS