viernes, 26 de octubre de 2012

ARTURO CARRERA: "LA INOCENCIA ES EL ARMA QUE ME QUEDA"




Con el argentino Arturo Carrera se da la deliciosa constatación de que entrar a la casa del poeta es entrar a la poesía. Esa visita del lector que antes estaba determinada por el privilegio, constituye hoy un lujo accesible. El hogar, los utensilios de escritura, las huellas del cotidiano, ofrecen, gracias a las nuevas tecnologías, placenteros instrumentos de lectura. El internauta puede hallar una sugerente invitación a los mundos del autor recorriendo su casa a través de los numerosos portales –nunca mejor dicho— de la pantalla de un ordenador. Incluso si se ha estado personalmente en su escritorio y se ha tenido la suerte de transitar por los escondites de su “taller”, su presencia puede regresar, cuando se quiera, de la memoria a la visión inmediata de un recital inédito, a la divertida invitación de sus objetos, a las sorpresas de su biblioteca, a su voz pausada, con un simple golpe de clic (no deje de acercarse al excelente reportaje de Audiovideoteca de Buenos Aires). Después de tan singular paseo, a pie o navegando, sí, urge decir que entrar a la casa de Arturo Carrera es entrar a su poesía. 

En el escritorio blanco del poeta hay una chimenea por la que desfilan una decena de juguetes antiguos. Al escuchar de cerca sus diferentes ritmos de hojalata, al divisar sus colores terrosos, su júbilo en movimiento, se inicia un mágico viaje en tren. Arturo Carrera nació en 1948 en Buenos Aires y no en Coronel Pringles –pequeña ciudad de la Provincia bonaerense donde se crió— porque su madre tuvo que acudir a la gran ciudad con algunos problemas de parto, y casi da a luz a su hijo en una sala de cine. A los tres días de su nacimiento, la familia regresó a Pringles, de ahí que él se defina pringlense, en una significativa coincidencia con la cita de Rilke –“la patria es la infancia”—  y aunque en verdad haya pasado más tiempo en la ciudad porteña. Y lo cierto es que las dos localidades que un día unieron las vías del tren, se han convertido en centros neurálgicos de la poética de este original escritor. Pues en Buenos Aires vive, allí pasa la mayor parte de su tiempo, y a la urbe atribuye muchos “momentos” de su “felicidad”. Mientras, “escribe” y “reescribe” la pampa de Pringles, a través de una riquísima reflexión poetizada que se ha convertido en un valiente ejercicio de indagación de la niñez y en una reafirmación de la vitalidad de la provincia.

De su primer viaje a Buenos Aires, recuerda en numerosas entrevistas la emoción del niño de siete años, “Arturito”, que subía por primera vez a un tren. Una experiencia que ha sabido trasladar de la imagen intensa, fragmentaria y simbólica de la niñez a su poesía más actual. Los brillantes libros La inocencia (2005) y Las cuatro estaciones (2008, 2011) son una magnífica expresión de primeras vivencias. Cigüeñas, gallos, ranas, insectos, loros, ovejas, mugidos, sonido de monedas, canciones infantiles, huellas de barro, juncos, árboles, ríos, y trenes, vivifican esa tradición de la literatura argentina que implora la poética del paisaje inconmensurable de la pampa. Esa artística de la llanura, el “vértigo horizontal” acuñado por Pierre Drieu La Rochelle, y obras clave de la literatura argentina, del Martín Fierro (1872) de José Hernández a Purple Land (1885) de William Henry Hudson, de Don segundo sombra (1926) de Ricardo Güiraldes a Radiografía de la Pampa (1937) de Ezequiel Martínez Estrada, parecen campear la elección esteparia del poeta pringlense. Y ante la “prueba de soledad en el paisaje” que con destreza desplegó su maestro de las selvas del Paraná Juan L. Ortiz, Carrera presenta un decidido y paradójico embate al aislamiento de la provincia a través de una soledad matriz, la de la infancia. Así, puede afirmarse que los poemas de La inocencia y Las cuatro estaciones atesoran una sutil reinterpretación del “very young person” de Kilpling, la experiencia primordial que “define el resto”, el “give me the first six years of a child’s and you can have the rest” (Something of Myself, 1937)

Y el resto, lo que vendría después, ondea esa búsqueda incansable de la memoria como una forma de vivencia. En efecto, el poeta argentino desarrolla una sugerente concepción poética, una estética de la infancia, en la que la evocación encarna un modo de lectura fehaciente del pasado y en la que los signos del recuerdo despuntan la hibridez e imposibilidad del lenguaje. Maestro de la escritura autobiográfica, el creador de Arturo y yo (1983, 2002) y Mi padre (1985) revela siempre con ironía, arrojo y sentido del humor, la asombrosa perplejidad de los niños. Una tendencia que reaparece en la impresionante obra Niños que nacieron peinados (2007), elaborada con el artista plástico Alfredo Prior y excelentemente editada. En ese marco de indagaciones acerca del “destino privilegiado” del niño y de su idioma en construcción, ha confesado que la poesía prospera en la experiencia de la inmediatez conectándose con el caudal de sensaciones que acoge la infancia. Porque “escribir” –sugerirá citando a Gilles Deleuze en Las cuatro estaciones implica un “devenir niño” que ya no significa ir a la infancia de alguien, sino “ir hacia una infancia del mundo”.

En efecto, hacia el mundo en que se inscribe, exige ser leída la poesía que afortunadamente no termina en los libros, que quizás allí sólo comienza. Como pocas poéticas actuales, Carrera descubre, con inusual lucidez, que el arte es una herramienta de intervención en la realidad y un instrumento de vinculación de lo global con lo local. En la pequeña ciudad de sus primeros años, ha dado vida junto a sus mejores amigos –el también escritor pringlense César Aira, los pintores Alfredo Prior y Juan José Cambre, y su esposa Chiquita Gramajo— a un proyecto dinámico e innovador cuyo eje principal descansa en el arte. “Estación Pringles” recoge su nombre de una antigua estación ferroviaria y a su vez titula los poemas de la tercera sección del libro Las cuatro estaciones. Precisamente, mientras trabajaba en ese texto, se “encontró” con la estación de su infancia, un hallazgo que pasó de la música misteriosa del poema a una valiente acción en la realidad: la recuperación de la estación “por (y para) el arte y por (y para) el pueblo”. Una intervención que el crítico Daniel Link ve como un “descentramiento pero, sobre todo, una forma de hacer política”.
La imaginación, el trabajo y la ilusión de Arturo Carrera han dado frutos admirables e inesperados. “Estación Pringles” alberga hoy un centro cultural, una residencia de artistas y traductores, un espacio multidisciplinario, y  según la definición de sus creadores, un “centro de utopías realizables en la pampa húmeda”. El interesante proyecto piensa la localización urbana como “fijación efímera, territorio musical y realidad política compleja” a la que ofrece una “posta poética”, un lugar donde tienen cabida muy diversas prácticas estéticas con el objetivo común de materializar lo reticular, la producción artística en red, el diálogo artístico y social que ha dado la vuelta a la triste circunstancia de una vieja estación abandonada.

Con esta sugerente propuesta, el poeta “ha regresado” a la localidad de su infancia, inmerso en la paradoja de haber partido de ella hacia su ciudad natal, Buenos Aires, cuando cumplía dieciocho años y la metrópoli se le descubría “única y maravillosa”. En la capital, la que hoy constituye “una presencia de la que no puede desprenderse”, hacia 1968, comenzó una activa vida literaria unida a grandes referentes de la literatura contemporánea argentina: Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Néstor Perlongher, entre otros, acompañaron las múltiples facetas de este intrépido escritor, que se atrevía por igual con la pintura abstracta, las compañías teatrales y la performance poética. Justamente será Pizarnik la encargada de darle un empujón a su primer libro, Escrito con un nictógrafo (1972), del que circula una reedición exquisita de 2005 junto a un CD en el que puede escucharse una lectura de un fragmento en la voz de la gran poeta argentina, siendo ésta la única grabación que existe de la autora. El poemario, de páginas negras y tinta blanca, profundamente vanguardista —“neodadaísta” según César Aira— y teatral en el sentido que da Roland Barthes a la idea de “teatralizar” “limitando el lenguaje”, aparece maravillosamente prologado por el cubano Severo Sarduy, e invoca con prodigiosa soltura otra de sus grandes indagaciones poéticas: la polaridad luz/oscuridad.
Tomando el término “nictógrafo” de la máquina con la que Lewis Carroll decía haber logrado “escribir” en la oscuridad, el autor conquista un balance perfecto entre la explosión de la claridad y el continuum de la oscuridad, llamando la atención sobre la centralidad de la escritura como engranaje de los dos polos. A este respecto, resultan muy ilustradoras sus entrevistas, en las que suele contar, en tono relajado y lúdico, que inicia sus cuadernos “por los dos lados”, “principio” y “fin”, de manera que la escritura “termina siempre en el centro”: “EL POEMA SE ABRE” y así, “la negra tinta se viste con el blanco papel” como “la noche se viste con la luz de su lámpara/ (BEN BURD EL NIETO, Del secretario cordobés)”. Una inquietante aspiración que trabaja con la sensualidad, la incertidumbre, y la asimetría del lenguaje, y que provocará “el uso de la tinta como noche y viceversa. La tinta como semen”.
Estas expresiones anidan, con más o menos nitidez, en La banda oscura de Alejandro (1993, 1994, 1996), y sobre todo, en una de las más bellas producciones del argentino: Noche y día (2005). Un poemario en el que regresa a la polaridad de juventud con la cálida madurez de quien ansía para sus libros una “certidumbre que provenga, como el instante de una noche o de un día, de la epifanía de un signo o de un puñado de signos”. El carpe diem de Horacio, Las mil y una noches, el carpe noctem de Luciano, la “erótica pregunta sobre la noche del alma” de san Juan y santa Teresa, “las horas de luz” que Borges buscaba en la oscuridad de su ceguera, son utilizados como símbolos y visitaciones con los que “practicar como un niño el verbo carpere”. 

Estos y otros referentes imprescindibles de la literatura universal, de la crítica literaria, de la filosofía, psicología, música, arte y astronomía, se encuentran entre las excelentes vistas que ofrecen los anaqueles de su blanca biblioteca. Juan L. Ortiz, Alberto Girri, Oliverio Girondo, José Lezama Lima, Yves Bonnefoy, Yeats, poéticas recientes de muy diversas latitudes, y la larga nómina de grandes autores que traduce –Mallarmé, Henri Michaux, Haroldo de Campos, John Ashbery, Pasolini— completan las bibliografías que colorean su también blanca mesa de trabajo. Esta riqueza, curiosidad y versatilidad le han valido la producción de una interesante obra como ensayista (Nacen los otros, 1993 y Ensayos murmurados, 2009), como antólogo (Monstruos, Antología de la joven poesía argentina, 2001) y como dramaturgo (Telones zurcidos para títeres con himen, 1988 y Palacio de los aplausos (o el suelo del sentido), 2002, en colaboración con Osvaldo Lamborguini). 

Con los años, Carrera ha logrado una obra cuya originalidad, hondura y compromiso, lo convierten en uno de los poetas más destacados de la poesía latinoamericana actual. Por ello, resulta inexplicable que un proyecto artístico tan excepcional sea poco conocido en España. Pero todo parece indicar que el 2012 será un buen año para poner remedio a este vacío, pues el Centro de Ediciones de Málaga en su “Colección Puerta del mar”, prepara una antología del fascinante escritor. Vigilámbulo, con textos delicadamente seleccionados por su autor, espera aparecer en los próximos meses con un excelente prólogo de Olvido García Valdés, y ya se percibe –el “vigilámbulo” lo permite— que invitará al descubrimiento de ese mundo poético que, en un gesto de absoluta intuición y generosidad, regala siempre su identificación con el lector.
Tratado de las sensaciones (2002) y Potlach (2010) son los otros dos títulos que pueden rastrearse entre sus ediciones españolas. El último, de rabiosa actualidad, fue publicado en Argentina en el año 2004, en plena crisis del corralito. Entusiasmaron su indagación acerca del dinero, la fuerte vinculación con la historia y la realidad de su país, y su fórmula imprevista. El texto, que rescata el título de la incitante práctica con la que los pueblos indios del Pacífico del noroeste de Norteamérica “derrochan” sus riquezas regalándolas o destruyéndolas para mostrar su superioridad, establece un paralelismo inesperado entre poesía, infancia y dinero.
Con un vuelo que recuerda a la poética conceptista del “don dinero” quevediano, en este arriesgado poemario, monedas y billetes se presentan como “dones” escleróticos, “pega-pegas” del valor, llevados a “un apagón de sentido”, la infancia, a través de otro gasto, el de “la creación por la pérdida”, el del acto de escribir. Si dinero y poesía responden cada cual a una silueta diversa del consumo, el “oro” de la infancia, “el tiempo imprevisible de los niños”, equilibra esa fórmula de indiscutible novedad al aportar una sincera indagación acerca del deseo. El resultado es la revelación del presente más inmediato, el balance de una fuerte desigualdad, un desajuste para el que la poesía –“inequidad metafórica”—  propone un radical cambio de sentido, la aceptación de lo imprevisible y la liberación de toda flexibilidad. Como niños, de manera instintiva y desinteresada, los poemas de Potlach, descubren una verdad profundamente crítica y actual, de la que urge aprender: “todos los remordimientos/ son esa monedita trucha que le da./ Que todo el dinero del mundo/ es su mentira que le entrega./ Que toda la falsedad de la Tierra cabe/ en nuestro dolor, en la mísera alegría/ de ese instante sin rencor”.
El escritorio del autor de La partera canta (1982), El vespertillo de las parcas (1997), Fotos imaginarias con nieve de verdad (2008), Fastos (2010) y otros tantos tesoros, es completamente blanco. Paredes, chimenea, anaqueles, mesa y ordenador exponen, radiantes, el tono de la nieve. Negro es sin embargo el sofá desde el que saluda el poeta y la tinta con la que reescribe a Kierkegaard: “la inocencia es el arma que me queda”. 


Artículo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos (2012), 742, pp. 33-39.

martes, 14 de agosto de 2012

JOSÉ SARAMAGO Y LA INSULARIDAD. UNA LECTURA DE “EL CUENTO DE LA ISLA DESCONOCIDA”


        

El símbolo de “la isla” –centrífuga y misteriosa— ha forjado una tradición literaria contemporánea cuya base fundamental encuentra en los mitos clásicos, en los cuentos medievales, y en la literatura de viajes y aventuras, el método de su disquisición y la belleza de sus metáforas. Especialmente en los siglos XVIII y XIX, destacan las narraciones que avanzan en la tarea de re-mitificar “la isla”: Daniel Defoe (La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, 1719) la rescató de las crónicas de “su realidad” y propuso a un protagonista abandonado a lo insólito y desconocido, Julio Verne (La isla misteriosa, 1874) la impuso como paradigma de los secretos de la ciencia, y Stevenson (La isla del tesoro, 1883) localizó en ella un hallazgo enterrado. Esta enérgica literatura, plagada de fabulosas historias, ofreció al siglo XX el acicate de una intuitiva reflexión acerca de la centralidad[i] y la periferia.
En un contexto latinoamericano –el mismo en el que algunas novelas europeas de los siglos XVIII y XIX habían ubicado la recreación de “la isla”—,  obligado por el pesimismo de una época de grandes desequilibrios, entre los valores de la tradición cubana y la modernidad impuesta por los -ísmos europeos, José Lezama Lima (La Habana, 1910-1976) decide “levantar el mito de la insularidad” (Simón 1970: 15). Esta valiente empresa incluía también una reflexión polarizada con el continente, pues la isla de Cuba compartía sus diálogos históricos con otros países americanos, razonamiento que presentaba las características de lo que el etnólogo alemán León Frobenius –The Voice of Africa: Being an Account of the travels of the German Inner African Expedition in the years 1910-1912 (1921)— había considerado al diferenciar “las culturas de tierra adentro” de “las culturas de litoral” (1968: 651). Bajo esa inspiración, Lezama, en su interesante “Coloquio de Juan Ramón Jiménez” (1937), reconocía la historia y el carácter de las culturas continentales latinoamericanas en las que veía primar el “centramiento”, la ubicación en el paisaje propio con el objetivo de la proyección, y a veces, de la invasión. Mientras que observaba, para el caso de la cultura insular cubana, un siempre estar en busca de una identidad, distanciada y aplazada, tendente a un desordenado subjetivismo, a cierto ensimismamiento y a la nostalgia (1981: 166).
A partir de esta polaridad, su intención era estética y metafísica: que el debate del “insularismo”, de “la teología insular”, lograra concentrar la atención en “la isla”, revirtiendo los términos de lo periférico y desarraigado, y revelando al ser isleño como médula poética que invitara a la reflexión artística y cultural. Volvía así a la imagen mitológica y paradisíaca de “la isla”, ese organismo viviente cuya naturaleza exuberante, sólo en apariencia limitada, entreabría “las posibilidades infinitas” (González Cruz 1998: 16) de la literatura cubana y el paradigma de un ser multi-abarcador, “peregrino inmóvil” (Pereira 1988: 602) y creador, abierto a todo y centrado en la búsqueda de sí mismo.
Este interesante intercambio de valores que promovía Lezama Lima a través del “insularismo” se ha desarrollado en la literatura de José Saramago con un agudo ejercicio poético y una afinada reflexión cultural. A través de notables ejemplos literarios y de no pocas manifestaciones periodísticas, el autor de La balsa de piedra desenvuelve una sabia y arriesgada opinión acerca de las fronteras de “lo ibérico”, hasta que la imagen de “la península” se desdibuja para confluir, vitalmente, en asientos virtuales que invocan un diálogo desestabilizador de “lo continental”. Porque el espacio geográfico de la península reproduce un accidente plástico, a medio camino entre la isla y el continente, flexibilidad que ayuda a proponer la figura de “la balsa”, “la isla” en movimiento, “la piedra” que viaja, como una alternativa descentralizadora de la cultura y las sociedades ibéricas. Ese proceso de desajuste, plagado de una lúcida crítica social y de una metafísica muy armónica, viene a afirmarse a través de la metáfora de “la insularidad” en “El cuento de la isla desconocida” de 1997[ii], un relato poco divisado por la crítica[iii] que destaca por su agudeza narrativa y por su inteligente ritmo sintetizado. 
En esta audaz narración, el espacio de la isla, unas veces soñado a través del ejercicio de la ficción y otras transparentado por la experiencia de una vida a medio camino entre Portugal y Canarias, articula los dispositivos simbólicos de un imaginario isleño que se aviva, ofreciendo a la literatura del Nobel portugués una vía original desde la que observar, contraponer y finalmente reconciliar, las contradicciones y los espejismos de lo continental. Un ejercicio creativo que además apuntala el devenir del ser humano –a un tiempo aislado y conectado consigo mismo—, aventura metafórica que ya en La balsa de piedra había logrado desdoblar y mutilar al “ser peninsular” desencajándolo del continente europeo.
El 15 y el 23 de abril de 1993, Saramago escribía en sus Cuadernos de Lanzarote que estaba elaborando un texto que pretendía titular El cuento burocrático del capitán de puerto y del director de la aduana, un relato que parece anticiparse a éste de 1997, de cuyo género desconfiaba –expresaría en sus diarios: “la cuestión relativamente insignificante de saber si lo que escribía es verdaderamente un cuento” (29-30)— y cuya trama resume de la siguiente forma:
Interesante fue haber repetido, en relato de espíritu tan diferente, aquel juego de mostrar y de esconder que usé en las primeras páginas de Centauro, hablando, alternativamente, del hombre y del caballo, para demorar la información de que, al final, se trataba de un solo ser: el centauro. En este caso del Cuento Burocrático, el otro era, simplemente, el mismo (35).

En efecto, la historia de “El cuento de la isla desconocida” implica la insistencia de un hombre obsesionado con la idea de zarpar del continente en busca de una isla inexplorada. Para este fin, decide pedir al rey de su país un barco que lo lleve a su descubrimiento, hasta que la embarcación conseguida se transforma en un bello juego simbólico que en una doble cadencia de ocultar y revelar, muestra, finalmente, que hombre, barco e isla “son un solo ser”. De manera que el “otro” es “el mismo”, el barco es la isla, y la búsqueda del viajero se transfigura en la indagación de sí mismo, lo que ha logrado a través de la valentía, venciendo a la burocracia y con el amor que ha avivado las posibilidades de su quimera. 
En ese marco, la tierra firme de la que arranca la odisea del protagonista, se describe a través de la transitoriedad y el absurdo. Dicho de otro modo, Saramago comienza a desequilibrar los cimientos estables del “continente” –su situación como territorio extenso, ajustado e imperturbable— degradando y ridiculizando su autonomía a través de una imagen cultural, política e histórica repleta de contradicciones y marcada por el egoísmo. Pues para que “el hombre que quería un barco” inicie su periplo, debe convencer al “rey”, un monarca narcisista, ajeno a las necesidades de su pueblo y preocupado únicamente del rédito que obtiene de éste:
el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él). Cada vez que oía que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había manera de que se callara (7-8).

Los elementos de esta caracterización amplían las tonalidades de la egolatría y la inconciencia, hasta desbancar el fundamento quimérico de un gobierno basado en el servicio a los otros, y para concretar la escena esperpéntica de una realidad social sellada por la injusticia. Una imagen a la que se contraponen todos lo valores de “la isla”, ya que ésta representa, a lo largo de la narración, una materialización de síntomas muy humanísticos, que implican el imposible, lo quimérico y la solidaridad. En otras palabras, el autor no pierde la oportunidad de recrear con pinceladas irónicas una metáfora de la política de los continentes dominadores y de muchos de los vicios de las sociedades, una estampa que parece salirse del relato de aventuras para debatirse entre la huella satírica de Mariano José de Larra y el personaje, “funcionario” tedioso e inmóvil, del Bartleby de Melville:
Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y tú qué quieres.
[…]
Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado (8-9). 

Esta recreación, tal como ha sido expuesta, indaga una dicotomía entre el poder y los sometidos. Sin embargo, Saramago, hábil en el uso de la sátira y amigo de involucrar reflexiones culturales complejas, formula la imagen literaria de un pueblo preso de la misma egolatría de sus gobernantes (“en este caso del Cuento Burocrático, el otro era, simplemente, el mismo”), estableciendo una proyección muy sagaz de cómo la solidaridad puede ser disfraz de un individualista juego de intereses:  
Estas señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto apenas quedase vacío (15).

Los aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco (22).

La presentación de este escenario social, además de generar un retrato burlesco de la monarquía en particular y del ejercicio de poder en general, inserta, con cierto mecanismo de ocultamiento, una sensación de acción conocida y repetida, que lleva a la reflexión del hecho histórico. Pues teniendo en cuenta los símbolos establecidos con determinación en La balsa de piedra y retrotrayendo la trama a un pasado de colonias portuguesas y españolas, no es difícil valorar en los símiles expuestos, la escena, expresada de un modo muy teatral, en la que un intrépido viajero y aventurero ibérico, con una lograda evocación de las novelas de los siglos XVIII y XIX, se propone la expedición y el desembarco en nuevos territorios.
Sin embargo, y a pesar de su interés, la inquietante ilustración que implica una sugerencia de un pasado colonial, será depuesta “poco a poco” por la introducción de un presente elástico que nunca se aclara del todo. Se trata de una temporalidad difusa que otorga sólo al narrador del cuento un recinto más contemporáneo que el de los acontecimientos de la trama. De manera que la estructura temporal se establece en tres fases: una historia antigua de conquista, carabelas y descubrimientos de ultramar; una estancia intermedia en la que el hallazgo de tierras desconocidas ha pasado a ser memoria –empresa avivada por la aventura del protagonista—; y una tercera temporalidad concretada de manera implícita en la voz presente de un narrador que se ubica a cierta distancia del tiempo en el que transcurren los hechos [es común que implore “como tantas veces lo fue en el pasado” (61), “porque era / no era la época de…”(64)]:
Voy a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas desconocidas.
[…]
Parece una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas desconocidas, es lo más recomendable (35-36).

Como puede observarse, el autor ha inducido en estos párrafos un interesante mecanismo de diálogo que recuerda, entre otros, a viejos relatos mitológicos medievales. De los más sorprendentes, no es difícil poder leer entre líneas una tímida semblanza de las fábulas nórdicas, más concretamente de Odín, mago errante que establece una larga conversación con un monarca hasta que cambia la perspectiva y destino de éste[iv]. E incluso podría retrotraer a aquellos viejos relatos orientales, provenientes de India, Persia y China, llegados a la Península a través de obras como Barlaam y Josafat[v], en los que a menudo un asceta cambia la creencia de un noble a través de un discurso desestabilizador y novedoso, modalidad que ha dejado una marca considerable en algunos cuentos de la literatura medieval de la Península (El libro de los Estados o el Conde Lucanor de don Juan Manuel[vi]):
Tú para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó […] Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida, preguntó el rey, disimulando la risa […] La isla desconocida, repitió el hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida (17, 20, 21).

En efecto, tal como en cuentos populares ibéricos y en los diálogos de las antiguas mitologías nórdicas y orientales, el diálogo destella, en una rítmica gradación ascendente, la sorpresa del rey ante las ocurrencias del hombre utópico. Con esa impresión va cambiando su discurso y termina por amoldar sus decisiones a los deseos del aventurero:  
La inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida,
[…]
Calculaba él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con notable atrevimiento, lo había mandado llamar.
[…]
El asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza se vio obligada a acercarle una silla (15-17).

No cabe duda, expresado el convencimiento del monarca, el proyecto del Cuento burocrático de 1993 da paso a una delicada estructura y tono de leyenda que habría proporcionado a Saramago la clave del título de este texto de 1997. Ya que remarca “El cuento de”, desbancando así su primera inseguridad de la hibridación de géneros y ofreciendo una propuesta creativa claramente influenciada por la tradición ibérica de la narración medieval.
Acorde con esta afirmación, el estilo expresivo del relato de “la isla desconocida” apunta a una declaración que el autor ofreció en una entrevista a César Antonio Molina, publicada en un libro ya clásico para los estudios del lo ibérico, Sobre el iberismo y otros escritos de literatura portuguesa (1990), en la que comentaba que se imaginaba “más como alguien que está hablando que como alguien que está escribiendo” (254). Se trata de una fórmula muy libre que se ha relacionado con el uso intuitivo de los elementos aportados por la poesía y la música, valía que también la crítica ha resumido como “ritmo cadenciado por la pausa y el silencio”, tal como si se estuviera ante una afinada fuga musical (254). Esta fórmula introduce una ágil construcción de párrafos que permiten, mediante la anulación del punto y los guiones, un discurso resuelto y dinámico que parece concordar con la oralidad ensayada por la tradición de los cuentos populares (Postigo Aldeamil 2001: 271; Stegagno 1993: 136).
Con este perfeccionado instrumento de libertad, probado en otros textos saramaguianos y rápido en la instalación de una grata sensación de cercanía, se va concretando la filiación del lector con el itinerario individual que experimenta el protagonista, dejando de lado el entramado social con que se inicia el cuento. En efecto, se ha dado un trasvase hacia un tema más estrictamente metafísico, en el que interesa ahondar en la posibilidad de “la isla” como metáfora del ser humano. Bajo este propósito, se despliegan varios dispositivos literarios que incluyen la creación de los personajes, la inteligente disposición de la trama y una estudiada idea acerca del lector y el narrador.
No en vano, como en otras obras del portugués, el establecimiento de los protagonistas indica una despersonalización. Ellos son seres inconcretos de quienes se nos revela su oficio (el rey, el capitán, el secretario o la mujer de la limpieza) o, en el caso del héroe de la historia, se invoca simplemente la pretensión individual que sustenta la trama (el hombre que quería un barco). Ya que, como el autor establece en algunas entrevistas, lo importante del personaje es que “está encargado de decir o hacer algo” (Molina 1990: 263). Esta indefinición conlleva un modo directo y audaz de buscar una identificación rápida con el lector, técnica de proximidad e inmediatez que Saramago sabe llevar hasta sus últimas consecuencias con giros constantes que sugieren que cualquiera puede ser el protagonista de su narración, basta con que se posea el espíritu de búsqueda que plantea la historia.
Una táctica similar transita la figura que se adivina en el narrador, presencia unitaria que encadena una nueva correspondencia, esta vez triple, entre el que narra, el lector y el argumento. En primer lugar, el autor se presenta disuelto en los márgenes del cuento oral y anónimo, y se coloca en la travesura de un mero transmisor de la leyenda que se proyecta en el lector. Y además muestra, a través de una sutil distancia temporal pero con cercanía intuitiva, su empatía hacia la historia, llegando, incluso, a habitar de un modo omnipresente el pensamiento o el sueño de los personajes: “Se ve que sólo tiene ojos para la isla desconocida” –ha pensado la mujer de la limpieza—, a lo que el narrador introduce: “he aquí cómo se equivocan las personas interpretando miradas, sobre todo al principio” (58-59). 
Por otra parte, para concretar este viaje filosófico que envuelve a “la isla”, el autor portugués sigue algunos de los símbolos más antiguos del mito insular. Como establece Jean Chevalier (595-596) en su clásico Diccionario de Símbolos (1969), “la isla” es el centro donde convergen las fuerzas centrífugas del espíritu, donde se involucran e imaginan la consecución de los deseos (la utopía y la quimera), es el refugio y el lugar de la iniciación primigenia y el emplazamiento de los hallazgos (2005: 595-597).  En efecto, la mayoría de los relatos legendarios en los que aparece la ínsula, recrean el símbolo por excelencia del centro primordial: desde la mitología griega, donde las islas aparecen como centros del mundo (Thule o Minos); Las Afortunadas, encarnación de la felicidad eterna; los mitos nórdicos y célticos que las definieron como centros celestiales del más allá; los druidas galeses que vieron en Gran Bretaña el lugar donde adquirir y consolidar la ciencia sagrada, hasta el mito de la Atlántida o de San Borondón, misteriosas islas sumergidas cuya presencia sigue aunando hoy muchos de los mitos de Canarias y de América Latina. Precisamente en el archipiélago canario, residencia habitual de Saramago, “la isla de San Borondón” adapta el periplo de San Bradán de Clonfert[vii] y suscita aún en la actualidad la creencia popular de la existencia de una isla que aparece y desaparece en el Atlántico. Esto es, que el mito de la ínsula errante, conlleva, para los canarios, la proyección de una insularidad móvil observada en el horizonte, tendente a la misteriosa aparición y disipación de un sueño, a la materialización de una perfección y, por tanto, a la invocación de una utopía[viii]. Intuición que sin duda Saramago pudo aprovechar en este bello cuento que traslada a su argumento un sugerente juego de avistaje y evanescencia.  
 Con esta inspiración, “El cuento de la isla desconocida” va tomando algunos de los valores más emblemáticos de la insularidad y los hace dialogar en bellos párrafos arrastrados por una pulcra música poética y por elegantes giros filosóficos. Para este fin, la narración despliega una trayectoria en trama que incluye a la fantasía como método de expresión. Pues hacia 1990 confesaba, adelantando esta perspectiva, que se veía a sí mismo como un “poeta que va desarrollando una idea” y que juega con sorprendentes digresiones con la intención lúdica de manipular las ilusiones del que lee. Este artificio le permite lograr una trayectoria lírica que invita a la lectura incluso cuando la interrumpe, tal vez porque la brecha, el tajo poético, está pensado para la sorpresa del lector, del que se pretende la suspensión intelectual mediante “el comentario irónico o la divagación filosófica” (Molina 1990:  254).
Con este instrumento narrativo, la isla buscada por “el hombre” comienza a elevar su voz metafórica para insistir, con pequeñas acotaciones filosóficas, en que toda quimera es alcanzable cuanto más se involucra el ser en el viaje hacia el centro de sí mismo. Dicho de otro modo, la imposibilidad no es más que una distancia enhebrada por el que no puede, o no quiere, implicarse en sus propios sueños con una total entrega. Por tanto, la consecución de la quimera no es más que un noble y apasionado ejercicio de valentía: “Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas, incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas” (34). Con este leve giro intuitivo se advierte que el cometido de la aventura incluye, rememorando la odisea homérica, todos los sueños y todas las quimeras del protagonista, pues “lo conocido” por otros es siempre “lo desconocido” hasta que se ha experimentado individualmente (hasta que “desembarcamos en ellas”). El intrépido viaje compone así una doble faz de determinación y aserción, implica una materialización de lo que se ansía, y en esa autoafirmación, induce un conocimiento perfeccionado de quién se es.
En ese marco tan filosófico, interesa presentar abiertamente la idea de que el ser humano es una isla, contradiciendo y reafirmando las poéticas de la clásica lírica metafísica de John Donne (“ningún hombre es una isla, algo completo en sí mismo”), y estimulando la sentencia cavafiana de que lo insular es ese destino que todo ser humano ha de buscar en “un sí mismo” desbaratado y oblicuo que modifica las idiosincrasias (“Sabio así como llegaste a ser, con experiencia tanta,/ ya habrás comprendido las Ítacas qué es lo que significan”). El símil, no cabe duda, también envuelve una relación tácita con el pensamiento de Pessoa en su Libro del desasosiego (1913-1935), “para viajar basta existir”, imponiendo al hecho de vivir una connotación viajera. Pues por un lado se dirá que “si no sales de ti, no llegas a saber quién eres” o que “para ver la isla hay que salir de ella” y por otra parte, el protagonista constata su pretensión de todo lo contrario: “quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién soy yo cuando esté en ella” (16, 17). Como puede observarse, en la consecución de tan definitivo viaje se implora una distancia y un acercamiento, en ese trazo espacial y temporal que permite alejarse de lo que se ansía con el objetivo comprometido de indagar en ello. Una actitud experimentada por el Saramago a medio camino entre la Península y Lanzarote, gesto que la crítica ha señalado a través de Maria Zambrano, como una poética que propone en el viaje una “fórmula contra el sedentarismo físico o ideológico” y una actitud de valorar la vida “huida de sí” pero “en espera de hallarse” (Saramago 1993: 12-13; Molina 1990: 287). 
 Dos importantes engranajes estructuran esta moraleja en la historia: el amor y el sueño. El amor aparece materializado a través del personaje de “la mujer de la limpieza”, un importantísimo acicate de la narración que debate las opiniones de Saramago, desbancando viejos tópicos de género y dejando en sus manos uno de los extremos más potentes de la trama: el destino. La metáfora concuerda así con la antigua mitología griega de “la isla”, que como comenta el catalán Juan Eduardo Cirlot, Diccionario de símbolos (1958), a menudo “se asocia a la figura femenina, como sucede en la Odisea, donde Circe y Calipso, acogedoras y peligrosas al mismo tiempo, son señoras de las islas de Eea y Ogigia, y entregan al viajero Ulises la posibilidad de la eternidad y la inmortalidad” (2002: 83).[]
Si bien en “El cuento de la isla desconocida” a la única mujer importante se le encarga, con ironía y en un claro ejercicio censor, la denigrada tarea de la limpieza [“que esta es la tarea de la mujer, porque todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras” (64)], el autor se plantea inteligentemente presentar el tópico de género para desbancarlo. A través de una crítica oblicua, la mujer vulgar llega a constituir, utilizando la concepción borgeana de la literatura, “el sueño dirigido” de la trama[ix]: el destino del hombre y de la isla. Ya que ella es la que decanta los informes del rey, es la que elige intuitivamente cuál será la embarcación idónea para el viaje, es la que conversa filosóficamente con el navegante acerca de la misión metafísica de su travesía, es la que lo anima a la consecución del crucero, y es la que más hábilmente y con mayor determinación ha salido por “la puerta de la decisiones”. Dicho de otro modo, Saramago ha conseguido la uniformidad de una polaridad reconciliada, pues otorga a un personaje aparentemente secundario, la fortaleza de las respuestas más definitivas, encajando así una crítica muy enérgica del desplazamiento social de la mujer a lo largo de la historia y cumpliendo en ella con los poderes “sobrenaturales” que a las féminas[x] de las islas otorga la mitología.
A esta insinuante caracterización, se suma la experiencia del amor. Los dos protagonistas, presos de la fantasía del viaje y de la emoción de la materialización de su quimera, encuentran en la atracción del uno por el otro, la valiente entrega a la búsqueda de sí mismos. De modo que el sentimiento amoroso, termina por unir a los personajes con la profundidad de su éxodo, su exploración de la isla desconocida en la que han de hallarse a través de la desembocadura en sí mismos. Lejos de que esta consecución amorosa juegue con una resolución convencional de la historia, es el elemento simbólico del sueño fisiológico el que proclamará la realidad de la unión, una fantasmagoría sensual e implícita en el emblema del barco, que va transfigurándose hasta convertirse en la isla deseada, tal como los personajes se han fusionado con el conocimiento de sí mismos a través de su amor.
En los bellos párrafos en los que Saramago se abandona a una gran liberación mediante estos símbolos, “el sueño” elabora una inteligente metáfora, un juego constante de recreación de símiles que van mostrando al barco como la ínsula perfecta. La intención poética lezamiana de “levantar el mito de la insularidad” se exhibe en una doble faz de asentamiento y desconcierto, donde “el ronquido” del leviatán ha jugado al indicio lúdico, no exento a incertidumbres[xi], cuando el protagonista inicia el viaje del sueño de “la isla desconocida” (56-57). Todo lo que antecede, con la intención de revertir el relato, acusando cierta hibridación que ofrece una gradación ascendente de la fantasía[xii]:
La cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz, tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega.

Y finalmente ese sueño, instrumento determinante, encadena su confuso material al de la realidad, y lo que la conciencia onírica pronosticaba mediante sus símbolos, es traído a una hermosa e intuitiva resolución de lo que buscaban sus personajes:
Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él, confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del mediodía, con la marea, La Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de sí misma.   
    
En conclusión, Saramago ha desarrollado muy sensible y hábilmente el tema del “insularismo” lezamiano como desestabilización de límites poéticos y creación de nuevos firmamentos culturales, bebiendo de múltiples referencias mitológicas y literarias que arrancan en la cultura clásica, que involucran al cuento medieval y que reinterpretan las novelas de aventura de los siglos XVIII y XIX. Bajo estas inspiraciones, “El cuento de la isla desconocida” propone la insularidad como armazón simbólica de una pregunta que han de hacerse los ibéricos, esa búsqueda del sí mismo que implica la distancia y el éxodo de Europa. Con la intención de re-significar y re-ubicar sus valores e historia, el viaje propuesto no es ajeno a contradicciones, conlleva un ardua tarea de imaginación, valentía y esfuerzo colectivos. Y, sobre todo, invita a una concreción de los valores más primigenios del ser humano, siguiendo la idea cavafiana que implica en la búsqueda de la identidad un largo viaje, aventuras, sueños y conocimiento. Bajo esa experiencia, “la isla”, “el barco”, el destino de todo ser, no es una meta fija, sino el término móvil a través del cual se descubre el significado de la existencia. 


[i]No cabe duda de que en la novela europea de aventuras, de los siglos XVIII y XIX, se compone,  junto al relato de viajes, una aguda reflexión acerca del colonialismo, el consumo, la moral y el prototipo de hombre perfecto para los sociedades continentales, frente a una periferia desordenada, relegada, pero misteriosa y libre, muchas veces materializada en lo lejano e insular. Se recomienda el interesante trabajo de Ian Watt, “Robinson Crusoe as a Myth” (1951).
[ii] El texto, O Conto da Ilha Desconhecida, fue creado para el Pabellón de Portugal de la Expo'98 de Lisboa. Se publicó en portugués en la Editorial Assírio & Alvim en 1997. Un año después, con la traducción de Pilar del Río, aparece en España en la editorial Santillana/Alfaguara, donde ha sido reeditado sucesivamente. En este trabajo se citará de la edición de 2008 con el número de la página entre paréntesis.
[iii] Sorprende la ausencia de comentarios críticos acerca de este interesante relato, así como las escasas indagaciones acerca de Saramago y la insularidad. Entre los trabajos que indagan lateralmente el  tema cabe mencionar a Jordi Costa,  "La isla ibérica" (1986),  Mary L. Daniel, "Symbolism and synchronicity: José Saramago’s Jangada de pedra" (1991), Mark Jl Sabine (2005). «“Once but no longer the prow of Europe”: National Identity and Portuguese destiny in Saramago’s The Stone Raft» y Paulo de Medeiros, “Invitation to the voyage” (2005).
[iv] Para ampliar esta leyenda se recomienda revisar la obra de Grenville Pigott, A Manual to Scandinavian Mythology (2001). También resulta original y oportuna la interpretación que Jorge Luis Borges aporta a estos textos, tal como se aprecia en su ensayo “Diálogos del asceta y el rey” (1953), donde vincula estas fábulas a las literaturas ibéricas.
[v] Se trata de una versión cristianizada de la leyenda de Buda, que sufrió varias transformaciones a lo largo de la historia y que fue traducida a diversas lenguas, suerte que también corrieron otras obras orientales indias y persas que influenciaron los cuentos medievales “Calila e Dimna” y “Sendebar”. En España se conocen varios manuscritos de Barlaam y Josafat desde el siglo XV, algunos de los que remontan a los siglos XIII y XIV, en los que se perciben los cambios introducidos por las traducciones llevadas a cabo en lengua griega, bizantina y árabe, hasta que finalmente fueron adaptadas a las lenguas romances (castellano, catalán y portugués). Se recomiendan los estudios de Enrique Gallud Jardiel, La India en la literatura española, (1998), María Jesús Lacarra, Cuento y novela corta en España. 1. Edad Media (1999), Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa medieval castellana, 1998, José Luis Gavilanes Laso y António Apolinário (Coords.): Historia de la literatura portuguesa, Cátedra, (2000), Angel Marcos de Dios y Pedro Serra, Historia de la literatura portuguesa (1999).
[vi] Puede verse un interesante análisis de estas intertextualidades en el clásico Orígenes de la novela (1905) de Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), una relación que ya había descubierto la crítica francesa en el siglo XIX y en la que también se detienen los medievalistas contemporáneos. Se puede revisar el trabajo de María Jesús Lacarra, Cuentos de la Edad Media (1989), Enrique Gallud Jardiel, La India en la literatura española, (1998) y el estupendo ensayo de Jorge Luis Borges, “Formas de una leyenda” (1952).
Por otra parte, resulta patente una vinculación orientalista similar en algunos relatos de aventuras de los siglos XVIII y XIX. Tal como señala la crítica, Nawal Muhammad Hassan, Hayy bin Yaqzan and Robinson Crusoe: A study of an early Arabic impact on English literatura (1980), parece obvio que personajes como el emblemático de Daniel Defoe transparentan la huella oriental, en este caso, de Ibn Tufail’s y su  aventura insular del siglo XII,  Hayy ibn Yaqdhan.
[vii] La leyenda narra el viaje de Brandán y Maclovio, que acompañados de catorce monjes, zarpan en busca de la isla de la utopía. Al llegar a ella, resucitan a un gigante muerto, y entre tormentas y tempestades, abandonan su quimera, no sin antes observar que la isla desaparece mágicamente entre las aguas. Se recomienda la traducción de Marie-José Lemarchand de El viaje de San Brandán (1983). 
[viii] La leyenda fue alimentada por viajeros portugueses, ingleses y españoles que afirmaron verla en el archipiélago canario, al punto de aparecer en numerosos mapas. Hacia el año 1953, reaparece en una “fotografía” de los años cincuenta para el diario El mundo. En la actualidad, el proyecto documental y artístico canario San Borondón: la isla descubierta, ha logrado la recuperación de algunos diarios, apuntes y crónicas de viajeros europeos que recogieron la visualización de la isla.
[ix] “La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido” (Borges 1996b: 40).
[x] Esta lectura concuerda en parte con las investigaciones de Basilio Losada en su trabajo "Figuras de mujer: presencias femeninas en la narrativa de Saramago"(1996), sobre todo cuando tiene en cuenta, a propósito de La balsa de piedra, el carácter femenino y maternal aplicado a la Península Ibérica. 
[xi] Según la leyenda bíblica, el leviatán es el monstruo marino que puede despertar en cualquier momento, encarnación de lo incontrolable y demoniaco del espíritu inconsciente. Confundido con una isla y un refugio, su carácter móvil materializa el peligro que puede acontecer en cualquier momento de la existencia (Chevalier 2005: 642, 643). Su alegoría parece ser el origen de la leyenda de San Brandán, y lateralmente, de la “ballena dormida” con la que se compara a San Borondón en Canarias. Aunque la referencia al mito del leviatán es directa en “El cuento de la isla desconocida”, se aprecia que el autor no ha querido detenerse en un paralelismo puro (“la sirena de un paquebote que se hacía a la mar, soltó un ronquido potente, como debieron ser los del leviatán”). Pues la metáfora se menciona levemente y buscando un objetivo lúdico [“y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido […] Se rieron los dos, después se callaron” (56 y 57)], seña con la que estabiliza la imagen de la isla que pretende recrear, paradigma de centro poetizado.
[xii] En este marco, resulta interesante y adecuada la afirmación del trabajo de Luís de Sousa Rebelo, «José Saramago: o realismo meravilhoso» (1996), que ve en algunos momentos de la obra saramaguiana notables visos de lo real maravilloso.



 ARTICULO PUBLICADO EN LA REVISTA GUARAGUAO (2012), 16, 39, PP. 9-24.