Con el argentino Arturo
Carrera se da la deliciosa constatación de que entrar a la casa del poeta es
entrar a la poesía. Esa visita del lector que antes estaba
determinada por el privilegio, constituye hoy un lujo accesible. El hogar, los
utensilios de escritura, las huellas del cotidiano, ofrecen, gracias a las
nuevas tecnologías, placenteros instrumentos de lectura. El internauta puede
hallar una sugerente invitación a los mundos del autor recorriendo su casa a
través de los numerosos portales –nunca mejor dicho— de la pantalla de un
ordenador. Incluso si se ha estado personalmente en su escritorio y se ha
tenido la suerte de transitar por los escondites de su “taller”, su presencia
puede regresar, cuando se quiera, de la memoria a la visión inmediata de un
recital inédito, a la divertida invitación de sus objetos, a las sorpresas de
su biblioteca, a su voz pausada, con un simple golpe de clic (no deje de acercarse al
excelente reportaje de Audiovideoteca de Buenos Aires). Después de tan singular
paseo, a pie o navegando, sí, urge decir que entrar a la casa de Arturo Carrera
es entrar a su poesía.
En el escritorio blanco del
poeta hay una chimenea por la que desfilan una decena de juguetes antiguos. Al
escuchar de cerca sus diferentes ritmos de hojalata, al divisar sus colores
terrosos, su júbilo en movimiento, se inicia un mágico viaje en tren. Arturo
Carrera nació en 1948 en Buenos Aires y no en Coronel Pringles –pequeña ciudad
de la Provincia bonaerense donde se crió— porque su madre tuvo que acudir a la gran
ciudad con algunos problemas de parto, y casi da a luz a su hijo en una sala de
cine. A los tres días de su nacimiento, la familia regresó a Pringles, de ahí
que él se defina pringlense, en una significativa coincidencia con la cita de
Rilke –“la patria es la infancia”— y aunque
en verdad haya pasado más tiempo en la ciudad porteña. Y lo cierto es que las
dos localidades que un día unieron las vías del tren, se han convertido en
centros neurálgicos de la poética de este original escritor. Pues en Buenos
Aires vive, allí pasa la mayor parte de su tiempo, y a la urbe atribuye muchos “momentos”
de su “felicidad”. Mientras, “escribe” y “reescribe” la pampa de Pringles, a
través de una riquísima reflexión poetizada que se ha convertido en un valiente
ejercicio de indagación de la niñez y en una reafirmación de la vitalidad de la
provincia.
De su primer viaje a Buenos
Aires, recuerda en numerosas entrevistas la emoción del niño de siete años,
“Arturito”, que subía por primera vez a un tren. Una experiencia que ha sabido
trasladar de la imagen intensa, fragmentaria y simbólica de la niñez a su
poesía más actual. Los brillantes libros La
inocencia (2005) y Las cuatro estaciones
(2008, 2011) son una magnífica expresión de primeras vivencias. Cigüeñas,
gallos, ranas, insectos, loros, ovejas, mugidos, sonido de monedas, canciones
infantiles, huellas de barro, juncos, árboles, ríos, y trenes, vivifican esa
tradición de la literatura argentina que implora la poética del paisaje inconmensurable
de la pampa. Esa artística de la llanura, el “vértigo horizontal” acuñado por
Pierre Drieu La Rochelle, y obras clave de la literatura argentina, del Martín Fierro (1872) de José Hernández a
Purple Land (1885) de William
Henry Hudson, de Don segundo
sombra (1926) de Ricardo
Güiraldes a Radiografía de la Pampa (1937)
de Ezequiel Martínez Estrada, parecen campear la elección esteparia del poeta
pringlense. Y ante la “prueba de soledad en el paisaje” que con destreza desplegó
su maestro de las selvas del Paraná Juan L. Ortiz, Carrera presenta un decidido
y paradójico embate al aislamiento de la provincia a través de una soledad
matriz, la de la infancia. Así, puede afirmarse que los poemas de La inocencia y Las cuatro estaciones atesoran una sutil reinterpretación del “very
young person” de Kilpling, la experiencia primordial que “define el resto”, el “give
me the first six years of a child’s and you can have the rest” (Something of Myself, 1937).
Y el resto, lo que vendría
después, ondea esa búsqueda incansable de la memoria como una forma de vivencia.
En efecto, el poeta argentino desarrolla una sugerente concepción poética, una
estética de la infancia, en la que la evocación encarna un modo de lectura fehaciente
del pasado y en la que los signos del recuerdo despuntan la hibridez e
imposibilidad del lenguaje. Maestro de la escritura autobiográfica, el creador
de Arturo y yo (1983, 2002) y Mi padre (1985) revela siempre con
ironía, arrojo y sentido del humor, la asombrosa perplejidad de los niños. Una
tendencia que reaparece en la impresionante obra Niños que nacieron peinados (2007), elaborada con el artista
plástico Alfredo Prior y excelentemente editada. En ese marco de indagaciones
acerca del “destino privilegiado” del niño y de su idioma en construcción, ha
confesado que la poesía prospera en la experiencia de la inmediatez conectándose
con el caudal de sensaciones que acoge la infancia. Porque “escribir” –sugerirá
citando a Gilles Deleuze en Las cuatro
estaciones— implica un “devenir
niño” que ya no significa ir a la infancia de alguien, sino “ir hacia una infancia
del mundo”.
En efecto, hacia el mundo en
que se inscribe, exige ser leída la poesía que afortunadamente no termina en
los libros, que quizás allí sólo comienza. Como pocas poéticas actuales, Carrera
descubre, con inusual lucidez, que el arte es una herramienta de intervención
en la realidad y un instrumento de vinculación de lo global con lo local. En la
pequeña ciudad de sus primeros años, ha dado vida junto a sus mejores amigos
–el también escritor pringlense César Aira, los pintores
Alfredo Prior y Juan José Cambre, y su esposa Chiquita Gramajo— a un proyecto
dinámico e innovador cuyo eje principal descansa en el arte. “Estación Pringles”
recoge su nombre de una antigua estación ferroviaria y a su vez titula los
poemas de la tercera sección del libro Las
cuatro estaciones. Precisamente, mientras trabajaba en ese texto, se “encontró”
con la estación de su infancia, un hallazgo que pasó de la música misteriosa
del poema a una valiente acción en la realidad: la recuperación de la estación
“por (y para) el arte y por (y para) el pueblo”. Una intervención que el
crítico Daniel Link ve como un “descentramiento pero, sobre todo, una forma de
hacer política”.
La imaginación, el trabajo y
la ilusión de Arturo Carrera han dado frutos admirables e inesperados. “Estación
Pringles” alberga hoy un centro cultural, una residencia de artistas y traductores,
un espacio multidisciplinario, y según la
definición de sus creadores, un “centro de utopías realizables en la pampa
húmeda”. El interesante proyecto piensa la localización urbana como “fijación
efímera, territorio musical y realidad política compleja” a la que ofrece una
“posta poética”, un lugar donde tienen cabida muy diversas prácticas estéticas
con el objetivo común de materializar lo reticular, la producción artística en
red, el diálogo artístico y social que ha dado la vuelta a la triste circunstancia
de una vieja estación abandonada.
Con esta sugerente propuesta,
el poeta “ha regresado” a la localidad de su infancia, inmerso en la paradoja
de haber partido de ella hacia su ciudad natal, Buenos Aires, cuando cumplía
dieciocho años y la metrópoli se le descubría “única y maravillosa”. En la capital,
la que hoy constituye “una presencia de la que no puede desprenderse”, hacia
1968, comenzó una activa vida literaria unida a grandes referentes de la literatura
contemporánea argentina: Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Néstor Perlongher,
entre otros, acompañaron las múltiples facetas de este intrépido escritor, que se
atrevía por igual con la pintura abstracta, las compañías teatrales y la
performance poética. Justamente será Pizarnik la encargada de darle un empujón
a su primer libro, Escrito con un
nictógrafo (1972), del que circula una reedición exquisita de 2005 junto a
un CD en el que puede escucharse una lectura de un fragmento en la voz de la
gran poeta argentina, siendo ésta la única grabación que existe de la autora.
El poemario, de páginas negras y tinta blanca, profundamente vanguardista —“neodadaísta”
según César Aira— y teatral en el sentido que da Roland Barthes a la idea de “teatralizar”
“limitando el lenguaje”, aparece maravillosamente prologado por el cubano
Severo Sarduy, e invoca con prodigiosa soltura otra de sus grandes indagaciones
poéticas: la polaridad luz/oscuridad.
Tomando el término
“nictógrafo” de la máquina con la que Lewis Carroll decía haber logrado “escribir”
en la oscuridad, el autor conquista un balance perfecto entre la explosión de
la claridad y el continuum de la oscuridad, llamando la atención sobre la centralidad
de la escritura como engranaje de los dos polos. A este respecto, resultan muy
ilustradoras sus entrevistas, en las que suele contar, en tono relajado y
lúdico, que inicia sus cuadernos “por los dos lados”, “principio” y “fin”, de
manera que la escritura “termina siempre en el centro”: “EL POEMA SE ABRE” y
así, “la negra tinta se viste con el blanco papel” como “la noche se viste con
la luz de su lámpara/ (BEN BURD EL NIETO, Del
secretario cordobés)”. Una inquietante aspiración que trabaja con la
sensualidad, la incertidumbre, y la asimetría del lenguaje, y que provocará “el
uso de la tinta como noche y viceversa. La tinta como semen”.
Estas expresiones anidan,
con más o menos nitidez, en La banda
oscura de Alejandro (1993, 1994, 1996), y sobre todo, en una de las más bellas
producciones del argentino: Noche y día
(2005). Un poemario en el que regresa a la polaridad de juventud con la cálida
madurez de quien ansía para sus libros una “certidumbre que provenga, como el
instante de una noche o de un día, de la epifanía de un signo o de un puñado de
signos”. El carpe diem de Horacio, Las mil y una noches, el carpe noctem de Luciano, la “erótica
pregunta sobre la noche del alma” de san Juan y santa Teresa, “las horas de
luz” que Borges buscaba en la oscuridad de su ceguera, son utilizados como
símbolos y visitaciones con los que “practicar como un niño el verbo carpere”.
Estos y otros referentes
imprescindibles de la literatura universal, de la crítica literaria, de la filosofía,
psicología, música, arte y astronomía, se encuentran entre las excelentes
vistas que ofrecen los anaqueles de su blanca biblioteca. Juan L. Ortiz, Alberto
Girri, Oliverio Girondo, José Lezama Lima, Yves Bonnefoy, Yeats, poéticas recientes
de muy diversas latitudes, y la larga nómina de grandes autores que traduce
–Mallarmé, Henri Michaux, Haroldo de Campos, John Ashbery, Pasolini— completan
las bibliografías que colorean su también blanca mesa de trabajo. Esta riqueza,
curiosidad y versatilidad le han valido la producción de una interesante obra
como ensayista (Nacen los otros, 1993
y Ensayos murmurados, 2009), como
antólogo (Monstruos, Antología de la joven poesía argentina, 2001) y
como dramaturgo (Telones zurcidos para títeres con himen, 1988 y Palacio de los aplausos (o el suelo del sentido), 2002, en
colaboración con Osvaldo Lamborguini).
Con los años, Carrera ha
logrado una obra cuya originalidad, hondura y compromiso, lo convierten en uno
de los poetas más destacados de la poesía latinoamericana actual. Por ello, resulta
inexplicable que un proyecto artístico tan excepcional sea poco conocido en
España. Pero todo parece indicar que el 2012 será un buen año para poner
remedio a este vacío, pues el Centro de Ediciones de Málaga en su “Colección
Puerta del mar”, prepara una
antología del fascinante escritor. Vigilámbulo, con textos
delicadamente seleccionados por su autor, espera aparecer en los próximos meses
con un excelente prólogo de Olvido García Valdés, y ya se percibe –el
“vigilámbulo” lo permite— que invitará al descubrimiento de ese mundo poético
que, en un gesto de absoluta intuición y generosidad, regala siempre su
identificación con el lector.
Tratado
de las sensaciones (2002) y Potlach
(2010) son los otros dos títulos que pueden rastrearse entre sus ediciones españolas.
El último, de rabiosa actualidad, fue publicado en Argentina en el año 2004, en
plena crisis del corralito. Entusiasmaron su indagación acerca del dinero, la fuerte
vinculación con la historia y la realidad de su país, y su fórmula imprevista. El
texto, que rescata el título de la incitante práctica con la que los pueblos
indios del Pacífico del noroeste de Norteamérica “derrochan” sus riquezas regalándolas
o destruyéndolas para mostrar su superioridad, establece un paralelismo
inesperado entre poesía, infancia y dinero.
Con un vuelo que recuerda a
la poética conceptista del “don dinero” quevediano, en este arriesgado
poemario, monedas y billetes se presentan como “dones” escleróticos, “pega-pegas”
del valor, llevados a “un apagón de sentido”, la infancia, a través de otro
gasto, el de “la creación por la pérdida”, el del acto de escribir. Si dinero y
poesía responden cada cual a una silueta diversa del consumo, el “oro” de la
infancia, “el tiempo imprevisible de los niños”, equilibra esa fórmula de
indiscutible novedad al aportar una sincera indagación acerca del deseo. El
resultado es la revelación del presente más inmediato, el balance de una fuerte
desigualdad, un desajuste para el que la poesía –“inequidad metafórica”— propone un radical cambio de sentido, la
aceptación de lo imprevisible y la liberación de toda flexibilidad. Como niños,
de manera instintiva y desinteresada, los poemas de Potlach, descubren una verdad profundamente crítica
y actual, de la que urge aprender: “todos los remordimientos/
son esa monedita trucha que le da./
Que todo el dinero del mundo/ es su mentira que le entrega./ Que toda la falsedad de la Tierra cabe/ en nuestro dolor, en la mísera alegría/ de ese instante sin rencor”.
El escritorio del autor de La
partera canta (1982), El vespertillo de las parcas (1997), Fotos imaginarias con nieve de verdad
(2008), Fastos (2010) y otros tantos
tesoros, es completamente blanco. Paredes, chimenea,
anaqueles, mesa y ordenador exponen, radiantes, el tono de la nieve. Negro es
sin embargo el sofá desde el que saluda el poeta y la tinta con la que reescribe
a Kierkegaard: “la inocencia es el arma que me queda”.
Artículo publicado en Cuadernos Hispanoamericanos (2012), 742, pp. 33-39.
Buen articulo!
ResponderEliminarÉxitos con el blog!
Saludos!
Fernando.
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Hola Sonia,
ResponderEliminarMe gustas tu articulo. Es un sumario justo a la obra de un gran poeta como Arturo Carrera. Al respecto, estaba viendo que te llama la atencion el orientalismo. En este momento estoy trabajando precisamente mi tesis doctoral en Estados Unidos acerca de ese tema visto en la poesia argentina contemporanea.Razon por la que planeo visitar tu pais en un futuro muy cercano.
Me gustaria intercambiar informacion contigo. Solo haz en click en mi nombre y hallaras mi direccion de correo electronico.
PD: lamento la falta de acentos pero es un teclado americano.
Gracias, Andrea, sí me he especializado en orientalismo en la literatura hispana. Encantada de verte cuando vengas. Un abrazo y enhorabuena por tu tema de tesis.
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