El símbolo de “la isla” –centrífuga y misteriosa— ha
forjado una tradición literaria contemporánea cuya base fundamental encuentra
en los mitos clásicos, en los cuentos medievales, y en la literatura de viajes
y aventuras, el método de su disquisición y la belleza de sus metáforas. Especialmente
en los siglos XVIII y XIX, destacan las narraciones que avanzan en la tarea de
re-mitificar “la isla”: Daniel Defoe (La vida e increíbles aventuras de
Robinson Crusoe, 1719) la
rescató de las crónicas de “su realidad” y propuso a un protagonista abandonado
a lo insólito y desconocido, Julio Verne (La
isla misteriosa, 1874) la impuso como paradigma de los secretos de la ciencia,
y Stevenson (La isla del tesoro,
1883) localizó en ella un hallazgo enterrado. Esta enérgica literatura, plagada
de fabulosas historias, ofreció al siglo XX el acicate de una intuitiva
reflexión acerca de la centralidad[i] y la
periferia.
En un contexto latinoamericano –el mismo en el que
algunas novelas europeas de los siglos XVIII y XIX habían ubicado la recreación
de “la isla”—, obligado por el pesimismo
de una época de grandes desequilibrios, entre los valores de la tradición
cubana y la modernidad impuesta por los -ísmos europeos, José Lezama Lima (La
Habana, 1910-1976) decide “levantar el mito de la insularidad” (Simón 1970:
15). Esta valiente empresa incluía también una reflexión polarizada con el
continente, pues la isla de Cuba compartía sus diálogos históricos con otros
países americanos, razonamiento que presentaba las características de lo que el
etnólogo alemán León Frobenius –The Voice
of Africa: Being an Account of the travels of the German Inner African
Expedition in the years 1910-1912 (1921)— había considerado al diferenciar
“las culturas de tierra adentro” de “las culturas de litoral” (1968: 651). Bajo
esa inspiración, Lezama, en su interesante “Coloquio de Juan Ramón Jiménez”
(1937), reconocía la historia y el carácter de las culturas continentales
latinoamericanas en las que veía primar el “centramiento”, la ubicación en el
paisaje propio con el objetivo de la proyección, y a veces, de la invasión.
Mientras que observaba, para el caso de la cultura insular cubana, un siempre
estar en busca de una identidad, distanciada y aplazada, tendente a un
desordenado subjetivismo, a cierto ensimismamiento y a la nostalgia (1981:
166).
A partir de esta polaridad, su intención era estética y
metafísica: que el debate del “insularismo”, de “la teología insular”, lograra
concentrar la atención en “la isla”, revirtiendo los términos de lo periférico
y desarraigado, y revelando al ser isleño como médula poética que invitara a la
reflexión artística y cultural. Volvía así a la imagen mitológica y paradisíaca
de “la isla”, ese organismo viviente cuya naturaleza exuberante, sólo en
apariencia limitada, entreabría “las posibilidades infinitas” (González Cruz
1998: 16) de la literatura cubana y el paradigma de un ser multi-abarcador,
“peregrino inmóvil” (Pereira 1988: 602) y creador, abierto a todo y centrado en
la búsqueda de sí mismo.
Este interesante intercambio de valores que promovía
Lezama Lima a través del “insularismo” se ha desarrollado en la literatura de
José Saramago con un agudo ejercicio poético y una afinada reflexión cultural.
A través de notables ejemplos literarios y de no pocas manifestaciones
periodísticas, el autor de La balsa de
piedra desenvuelve una sabia y arriesgada opinión acerca de las fronteras de
“lo ibérico”, hasta que la imagen de “la península” se desdibuja para confluir,
vitalmente, en asientos virtuales que invocan un diálogo desestabilizador de
“lo continental”. Porque el espacio geográfico de la península reproduce un
accidente plástico, a medio camino entre la isla y el continente, flexibilidad
que ayuda a proponer la figura de “la balsa”, “la isla” en movimiento, “la
piedra” que viaja, como una alternativa descentralizadora de la cultura y las
sociedades ibéricas. Ese proceso de desajuste, plagado de una lúcida crítica
social y de una metafísica muy armónica, viene a afirmarse a través de la
metáfora de “la insularidad” en “El cuento de la isla desconocida” de 1997[ii], un
relato poco divisado por la crítica[iii] que
destaca por su agudeza narrativa y por su inteligente ritmo sintetizado.
En esta audaz narración, el espacio de la isla, unas
veces soñado a través del ejercicio de la ficción y otras transparentado por la
experiencia de una vida a medio camino entre Portugal y Canarias, articula los
dispositivos simbólicos de un imaginario isleño que se aviva, ofreciendo a la
literatura del Nobel portugués una vía original desde la que observar,
contraponer y finalmente reconciliar, las contradicciones y los espejismos de
lo continental. Un ejercicio creativo que además apuntala el devenir del ser
humano –a un tiempo aislado y conectado consigo mismo—, aventura metafórica que
ya en La balsa de piedra había
logrado desdoblar y mutilar al “ser peninsular” desencajándolo del continente
europeo.
El 15 y el 23 de abril de 1993, Saramago escribía en
sus Cuadernos de Lanzarote que estaba
elaborando un texto que pretendía titular El
cuento burocrático del capitán de puerto y del director de la aduana, un relato que parece anticiparse a éste de
1997, de cuyo género desconfiaba –expresaría en sus diarios: “la cuestión
relativamente insignificante de saber si lo que escribía es verdaderamente un
cuento” (29-30)— y cuya trama resume de la siguiente forma:
Interesante fue haber repetido, en relato de espíritu tan diferente,
aquel juego de mostrar y de esconder que usé en las primeras páginas de Centauro, hablando, alternativamente,
del hombre y del caballo, para demorar la información de que, al final, se
trataba de un solo ser: el centauro. En este caso del Cuento Burocrático, el otro
era, simplemente, el mismo (35).
En efecto, la historia de “El cuento de la isla
desconocida” implica la insistencia de un hombre obsesionado con la idea de
zarpar del continente en busca de una isla inexplorada. Para este fin, decide
pedir al rey de su país un barco que lo lleve a su descubrimiento, hasta que la
embarcación conseguida se transforma en un bello juego simbólico que en una
doble cadencia de ocultar y revelar, muestra, finalmente, que hombre, barco e
isla “son un solo ser”. De manera que el “otro” es “el mismo”, el barco es la
isla, y la búsqueda del viajero se transfigura en la indagación de sí mismo, lo
que ha logrado a través de la valentía, venciendo a la burocracia y con el amor
que ha avivado las posibilidades de su quimera.
En ese marco, la tierra firme de la que arranca la
odisea del protagonista, se describe a través de la transitoriedad y el
absurdo. Dicho de otro modo, Saramago comienza a desequilibrar los cimientos
estables del “continente” –su situación como territorio extenso, ajustado e
imperturbable— degradando y ridiculizando su autonomía a través de una imagen
cultural, política e histórica repleta de contradicciones y marcada por el
egoísmo. Pues para que “el hombre que quería un barco” inicie su periplo, debe
convencer al “rey”, un monarca narcisista, ajeno a las necesidades de su pueblo
y preocupado únicamente del rédito que obtiene de éste:
el rey se pasaba todo el tiempo sentado ante la puerta de los
obsequios (entiéndase, los obsequios que le entregaban a él). Cada vez que oía
que alguien llamaba a la puerta de las peticiones se hacía el desentendido, y
sólo cuando el continuo repiquetear de la aldaba de bronce subía a un tono, más
que notorio, escandaloso, impidiendo el sosiego de los vecinos (las personas
comenzaban a murmurar, Qué rey tenemos, que no atiende), daba orden al primer
secretario para que fuera a ver lo que quería el impetrante, que no había
manera de que se callara (7-8).
Los
elementos de esta caracterización amplían las tonalidades de la egolatría y la
inconciencia, hasta desbancar el fundamento quimérico de un gobierno basado en
el servicio a los otros, y para concretar la escena esperpéntica de una
realidad social sellada por la injusticia. Una imagen a la que se contraponen
todos lo valores de “la isla”, ya que ésta representa, a lo largo de la
narración, una materialización de síntomas muy humanísticos, que implican el
imposible, lo quimérico y la solidaridad. En otras palabras, el autor no pierde
la oportunidad de recrear con pinceladas irónicas una metáfora de la política
de los continentes dominadores y de muchos de los vicios de las sociedades, una
estampa que parece salirse del relato de aventuras para debatirse entre la
huella satírica de Mariano José de Larra y el personaje, “funcionario” tedioso
e inmóvil, del Bartleby de Melville:
Entonces, el primer secretario llamaba al segundo secretario, éste
llamaba al tercero, que mandaba al primer ayudante, que a su vez mandaba al
segundo, y así hasta llegar a la mujer de la limpieza que, no teniendo en quién
mandar, entreabría la puerta de las peticiones y preguntaba por el resquicio, Y
tú qué quieres.
[…]
Ocupado como siempre estaba con los obsequios, el rey demoraba la
respuesta, y ya no era pequeña señal de atención al bienestar y felicidad del
pueblo cuando pedía un informe fundamentado por escrito al primer secretario
que, excusado será decirlo, pasaba el encargo al segundo secretario, éste al
tercero, sucesivamente, hasta llegar otra vez a la mujer de la limpieza, que opinaba
sí o no de acuerdo con el humor con que se hubiera levantado (8-9).
Esta
recreación, tal como ha sido expuesta, indaga una dicotomía entre el poder y
los sometidos. Sin embargo, Saramago, hábil en el uso de la sátira y amigo de
involucrar reflexiones culturales complejas, formula la imagen literaria de un
pueblo preso de la misma egolatría de sus gobernantes (“en este caso del Cuento Burocrático, el otro era, simplemente, el mismo”),
estableciendo una proyección muy sagaz de cómo la solidaridad puede ser disfraz
de un individualista juego de intereses:
Estas
señales de que finalmente alguien atendería y que por tanto el lugar pronto
quedaría desocupado, hicieron aproximarse a la puerta a unos cuantos aspirantes
a la liberalidad del trono que andaban por allí, prontos para asaltar el puesto
apenas quedase vacío (15).
Los
aspirantes a la puerta de las peticiones, en quienes, minuto tras minuto, desde
el principio de la conversación iba creciendo la impaciencia, más por librarse
de él que por simpatía solidaria, resolvieron intervenir en favor del hombre
que quería el barco, comenzando a gritar. Dale el barco, dale el barco (22).
La
presentación de este escenario social, además de generar un retrato burlesco de
la monarquía en particular y del ejercicio de poder en general, inserta, con
cierto mecanismo de ocultamiento, una sensación de acción conocida y repetida,
que lleva a la reflexión del hecho histórico. Pues teniendo en cuenta los
símbolos establecidos con determinación en La
balsa de piedra y retrotrayendo la trama a un pasado de colonias
portuguesas y españolas, no es difícil valorar en los símiles expuestos, la
escena, expresada de un modo muy teatral, en la que un intrépido viajero y
aventurero ibérico, con una lograda evocación de las novelas de los siglos
XVIII y XIX, se propone la expedición y el desembarco en nuevos territorios.
Sin embargo, y a pesar de su interés, la inquietante
ilustración que implica una sugerencia de un pasado colonial, será depuesta
“poco a poco” por la introducción de un presente elástico que nunca se aclara
del todo. Se trata de una temporalidad difusa que otorga sólo al narrador del
cuento un recinto más contemporáneo que el de los acontecimientos de la trama.
De manera que la estructura temporal se establece en tres fases: una historia
antigua de conquista, carabelas y descubrimientos de ultramar; una estancia
intermedia en la que el hallazgo de tierras desconocidas ha pasado a ser
memoria –empresa avivada por la aventura del protagonista—; y una tercera
temporalidad concretada de manera implícita en la voz presente de un narrador
que se ubica a cierta distancia del tiempo en el que transcurren los hechos [es
común que implore “como tantas veces lo fue en el pasado” (61), “porque era /
no era la época de…”(64)]:
Voy
a darte la embarcación que te conviene. Cuál, Es un barco con mucha
experiencia, todavía del tiempo en que toda la gente andaba buscando islas
desconocidas.
[…]
Parece
una carabela, dijo el hombre, Más o menos, concordó el capitán, en su origen
era una carabela, después pasó por arreglos y adaptaciones que la modificaron
un poco, Pero continúa siendo una carabela, Sí, en el conjunto conserva el
antiguo aire, Y tiene mástiles y velas, Cuando se va en busca de islas
desconocidas, es lo más recomendable (35-36).
Como
puede observarse, el autor ha inducido en estos párrafos un interesante
mecanismo de diálogo que recuerda, entre otros, a viejos relatos mitológicos
medievales. De los más sorprendentes, no es difícil poder leer entre líneas una
tímida semblanza de las fábulas nórdicas, más concretamente de Odín, mago
errante que establece una larga conversación con un monarca hasta que cambia la
perspectiva y destino de éste[iv]. E
incluso podría retrotraer a aquellos viejos relatos orientales, provenientes de
India, Persia y China, llegados a la Península a través de obras como Barlaam y Josafat[v], en los que a
menudo un asceta cambia la creencia de un noble a través de un discurso
desestabilizador y novedoso, modalidad que ha dejado una marca considerable en
algunos cuentos de la literatura medieval de la Península (El libro de los Estados o el Conde Lucanor de don Juan Manuel[vi]):
Tú
para qué quieres un barco, si puede saberse, fue lo que el rey preguntó […]
Para buscar la isla desconocida, respondió el hombre. Qué isla desconocida,
preguntó el rey, disimulando la risa […] La isla desconocida, repitió el
hombre, Hombre, ya no hay islas desconocidas, Quién te ha dicho, rey, que ya no
hay islas desconocidas, Están todas en los mapas, En los mapas están sólo las
islas conocidas, Y qué isla desconocida es esa que tú buscas, Si te lo pudiese
decir, entonces no sería desconocida, A quién has oído hablar de ella, preguntó
el rey, ahora más serio, A nadie, En ese caso, por qué te empeñas en decir que
ella existe, Simplemente porque es imposible que no exista una isla desconocida
(17, 20, 21).
En
efecto, tal como en cuentos populares ibéricos y en los diálogos de las
antiguas mitologías nórdicas y orientales, el diálogo destella, en una rítmica
gradación ascendente, la sorpresa del rey ante las ocurrencias del hombre
utópico. Con esa impresión va cambiando su discurso y termina por amoldar sus
decisiones a los deseos del aventurero:
La
inopinada aparición del rey (nunca una tal cosa había sucedido desde que usaba
corona en la cabeza) causó una sorpresa desmedida,
[…]
Calculaba
él, y acertó en la previsión, que el rey, aunque tardase tres días, acabaría
sintiendo la curiosidad de ver la cara de quien, nada más y nada menos, con
notable atrevimiento, lo había mandado llamar.
[…]
El
asombro dejó al rey hasta tal punto desconcertado que la mujer de la limpieza
se vio obligada a acercarle una silla (15-17).
No
cabe duda, expresado el convencimiento del monarca, el proyecto del Cuento burocrático de 1993 da paso a una
delicada estructura y tono de leyenda que habría proporcionado a Saramago la
clave del título de este texto de 1997. Ya que remarca “El cuento de”,
desbancando así su primera inseguridad de la hibridación de géneros y
ofreciendo una propuesta creativa claramente influenciada por la tradición
ibérica de la narración medieval.
Acorde con esta afirmación, el estilo expresivo del
relato de “la isla desconocida” apunta a una declaración que el autor ofreció
en una entrevista a César Antonio Molina, publicada en un libro ya clásico para
los estudios del lo ibérico, Sobre el
iberismo y otros escritos de literatura portuguesa (1990), en la que
comentaba que se imaginaba “más como alguien que está hablando que como alguien
que está escribiendo” (254). Se trata de una fórmula muy libre que se ha
relacionado con el uso intuitivo de los elementos aportados por la poesía y la
música, valía que también la crítica ha resumido como “ritmo cadenciado por la
pausa y el silencio”, tal como si se estuviera ante una afinada fuga musical (254).
Esta fórmula introduce una ágil construcción de párrafos que permiten, mediante
la anulación del punto y los guiones, un discurso resuelto y dinámico que
parece concordar con la oralidad ensayada por la tradición de los cuentos
populares (Postigo Aldeamil 2001: 271; Stegagno 1993: 136).
Con este perfeccionado instrumento de libertad, probado
en otros textos saramaguianos y rápido en la instalación de una grata sensación
de cercanía, se va concretando la filiación del lector con el itinerario
individual que experimenta el protagonista, dejando de lado el entramado social
con que se inicia el cuento. En efecto, se ha dado un trasvase hacia un tema
más estrictamente metafísico, en el que interesa ahondar en la posibilidad de
“la isla” como metáfora del ser humano. Bajo este propósito, se despliegan
varios dispositivos literarios que incluyen la creación de los personajes, la
inteligente disposición de la trama y una estudiada idea acerca del lector y el
narrador.
No en vano, como en otras obras del portugués, el
establecimiento de los protagonistas indica una despersonalización. Ellos son
seres inconcretos de quienes se nos revela su oficio (el rey, el capitán, el
secretario o la mujer de la limpieza) o, en el caso del héroe de la historia,
se invoca simplemente la pretensión individual que sustenta la trama (el hombre
que quería un barco). Ya que, como el autor establece en algunas entrevistas,
lo importante del personaje es que “está encargado de decir o hacer algo”
(Molina 1990: 263). Esta indefinición conlleva un modo directo y audaz de
buscar una identificación rápida con el lector, técnica de proximidad e
inmediatez que Saramago sabe llevar hasta sus últimas consecuencias con giros
constantes que sugieren que cualquiera puede ser el protagonista de su narración,
basta con que se posea el espíritu de búsqueda que plantea la historia.
Una táctica similar transita la figura que se adivina
en el narrador, presencia unitaria que encadena una nueva correspondencia, esta
vez triple, entre el que narra, el lector y el argumento. En primer lugar, el
autor se presenta disuelto en los márgenes del cuento oral y anónimo, y se
coloca en la travesura de un mero transmisor de la leyenda que se proyecta en
el lector. Y además muestra, a través de una sutil distancia temporal pero con
cercanía intuitiva, su empatía hacia la historia, llegando, incluso, a habitar
de un modo omnipresente el pensamiento o el sueño de los personajes: “Se ve que
sólo tiene ojos para la isla desconocida” –ha pensado la mujer de la limpieza—,
a lo que el narrador introduce: “he aquí cómo se equivocan las personas
interpretando miradas, sobre todo al principio” (58-59).
Por otra parte, para concretar este viaje filosófico
que envuelve a “la isla”, el autor portugués sigue algunos de los símbolos más
antiguos del mito insular. Como establece Jean Chevalier (595-596) en su
clásico Diccionario de Símbolos (1969),
“la isla” es el centro donde convergen las fuerzas centrífugas del espíritu,
donde se involucran e imaginan la consecución de los deseos (la utopía y la
quimera), es el refugio y el lugar de la iniciación primigenia y el
emplazamiento de los hallazgos (2005: 595-597). En efecto, la mayoría de los relatos
legendarios en los que aparece la ínsula, recrean el símbolo por excelencia del
centro primordial: desde la mitología griega, donde las islas aparecen como
centros del mundo (Thule o Minos); Las Afortunadas, encarnación de la felicidad
eterna; los mitos nórdicos y célticos que las definieron como centros
celestiales del más allá; los druidas galeses que vieron en Gran Bretaña el
lugar donde adquirir y consolidar la ciencia sagrada, hasta el mito de la
Atlántida o de San Borondón, misteriosas islas sumergidas cuya presencia sigue
aunando hoy muchos de los mitos de Canarias y de América Latina. Precisamente
en el archipiélago canario, residencia habitual de Saramago, “la isla de San
Borondón” adapta el periplo de San Bradán de Clonfert[vii] y
suscita aún en la actualidad la creencia popular de la existencia de una isla
que aparece y desaparece en el Atlántico. Esto es, que el mito de la ínsula
errante, conlleva, para los canarios, la proyección de una insularidad móvil
observada en el horizonte, tendente a la misteriosa aparición y disipación de
un sueño, a la materialización de una perfección y, por tanto, a la invocación
de una utopía[viii]. Intuición que sin duda
Saramago pudo aprovechar en este bello cuento que traslada a su argumento un
sugerente juego de avistaje y evanescencia.
Con esta
inspiración, “El cuento de la isla desconocida” va tomando algunos de los
valores más emblemáticos de la insularidad y los hace dialogar en bellos
párrafos arrastrados por una pulcra música poética y por elegantes giros
filosóficos. Para este fin, la narración despliega una trayectoria en trama que
incluye a la fantasía como método de expresión. Pues hacia 1990 confesaba,
adelantando esta perspectiva, que se veía a sí mismo como un “poeta que va
desarrollando una idea” y que juega con sorprendentes digresiones con la
intención lúdica de manipular las ilusiones del que lee. Este artificio le
permite lograr una trayectoria lírica que invita a la lectura incluso cuando la
interrumpe, tal vez porque la brecha, el tajo poético, está pensado para la
sorpresa del lector, del que se pretende la suspensión intelectual mediante “el
comentario irónico o la divagación filosófica” (Molina 1990: 254).
Con este instrumento narrativo, la isla buscada por “el
hombre” comienza a elevar su voz metafórica para insistir, con pequeñas
acotaciones filosóficas, en que toda quimera es alcanzable cuanto más se
involucra el ser en el viaje hacia el centro de sí mismo. Dicho de otro modo,
la imposibilidad no es más que una distancia enhebrada por el que no puede, o
no quiere, implicarse en sus propios sueños con una total entrega. Por tanto, la
consecución de la quimera no es más que un noble y apasionado ejercicio de
valentía: “Es extraño que tú, siendo hombre de mar, me digas eso, que ya no hay
islas desconocidas, hombre de tierra soy yo, y no ignoro que todas las islas,
incluso las conocidas, son desconocidas mientras no desembarcamos en ellas”
(34). Con este leve giro intuitivo se advierte que el cometido de la aventura
incluye, rememorando la odisea homérica, todos los sueños y todas las quimeras
del protagonista, pues “lo conocido” por otros es siempre “lo desconocido”
hasta que se ha experimentado individualmente (hasta que “desembarcamos en
ellas”). El intrépido viaje compone así una doble faz de determinación y
aserción, implica una materialización de lo que se ansía, y en esa autoafirmación,
induce un conocimiento perfeccionado de quién se es.
En ese marco tan filosófico, interesa presentar
abiertamente la idea de que el ser humano es una isla, contradiciendo y
reafirmando las poéticas de la clásica lírica metafísica de John Donne (“ningún
hombre es una isla, algo completo en sí mismo”), y estimulando la sentencia
cavafiana de que lo insular es ese destino que todo ser humano ha de buscar en
“un sí mismo” desbaratado y oblicuo que modifica las idiosincrasias (“Sabio así
como llegaste a ser, con experiencia tanta,/ ya habrás comprendido las Ítacas
qué es lo que significan”). El símil, no cabe duda, también envuelve una
relación tácita con el pensamiento de Pessoa en su Libro del desasosiego (1913-1935), “para viajar basta existir”,
imponiendo al hecho de vivir una connotación viajera. Pues por un lado se dirá
que “si no sales de ti, no llegas a saber quién eres” o que “para ver la isla
hay que salir de ella” y por otra parte, el protagonista constata su pretensión
de todo lo contrario: “quiero encontrar la isla desconocida, quiero saber quién
soy yo cuando esté en ella” (16, 17). Como puede observarse, en la consecución
de tan definitivo viaje se implora una distancia y un acercamiento, en ese
trazo espacial y temporal que permite alejarse de lo que se ansía con el
objetivo comprometido de indagar en ello. Una actitud experimentada por el
Saramago a medio camino entre la
Península y Lanzarote, gesto que la crítica ha señalado a
través de Maria Zambrano, como una poética que propone en el viaje una “fórmula
contra el sedentarismo físico o ideológico” y una actitud de valorar la vida
“huida de sí” pero “en espera de hallarse” (Saramago 1993: 12-13; Molina 1990:
287).
Dos importantes
engranajes estructuran esta moraleja en la historia: el amor y el sueño. El
amor aparece materializado a través del personaje de “la mujer de la limpieza”,
un importantísimo acicate de la narración que debate las opiniones de Saramago,
desbancando viejos tópicos de género y dejando en sus manos uno de los extremos
más potentes de la trama: el destino. La metáfora concuerda así con la antigua
mitología griega de “la isla”, que como comenta el catalán Juan Eduardo Cirlot,
Diccionario de símbolos (1958), a menudo “se asocia a la figura
femenina, como sucede en la Odisea, donde Circe y Calipso, acogedoras y peligrosas al mismo tiempo, son señoras
de las islas de Eea y Ogigia, y entregan
al viajero Ulises la posibilidad de la eternidad y la inmortalidad” (2002: 83).[]
Si bien en “El cuento de la isla desconocida” a la
única mujer importante se le encarga, con ironía y en un claro ejercicio
censor, la denigrada tarea de la limpieza [“que esta es la tarea de la mujer,
porque todavía no ha llegado el tiempo de ocuparse de otras” (64)], el autor se
plantea inteligentemente presentar el tópico de género para desbancarlo. A
través de una crítica oblicua, la mujer vulgar llega a constituir, utilizando
la concepción borgeana de la literatura, “el sueño dirigido” de la trama[ix]: el
destino del hombre y de la isla. Ya que ella es la que decanta los informes del
rey, es la que elige intuitivamente cuál será la embarcación idónea para el
viaje, es la que conversa filosóficamente con el navegante acerca de la misión
metafísica de su travesía, es la que lo anima a la consecución del crucero, y
es la que más hábilmente y con mayor determinación ha salido por “la puerta de
la decisiones”. Dicho de otro modo, Saramago ha conseguido la uniformidad de
una polaridad reconciliada, pues otorga a un personaje aparentemente
secundario, la fortaleza de las respuestas más definitivas, encajando así una
crítica muy enérgica del desplazamiento social de la mujer a lo largo de la
historia y cumpliendo en ella con los poderes “sobrenaturales” que a las
féminas[x] de
las islas otorga la mitología.
A esta insinuante caracterización, se suma la
experiencia del amor. Los dos protagonistas, presos de la fantasía del viaje y
de la emoción de la materialización de su quimera, encuentran en la atracción
del uno por el otro, la valiente entrega a la búsqueda de sí mismos. De modo
que el sentimiento amoroso, termina por unir a los personajes con la
profundidad de su éxodo, su exploración de la isla desconocida en la que han de
hallarse a través de la desembocadura en sí mismos. Lejos de que esta
consecución amorosa juegue con una resolución convencional de la historia, es
el elemento simbólico del sueño fisiológico el que proclamará la realidad de la
unión, una fantasmagoría sensual e implícita en el emblema del barco, que va
transfigurándose hasta convertirse en la isla deseada, tal como los personajes
se han fusionado con el conocimiento de sí mismos a través de su amor.
En los bellos párrafos en los que Saramago se abandona
a una gran liberación mediante estos símbolos, “el sueño” elabora una
inteligente metáfora, un juego constante de recreación de símiles que van
mostrando al barco como la ínsula perfecta. La intención poética lezamiana de
“levantar el mito de la insularidad” se exhibe en una doble faz de asentamiento
y desconcierto, donde “el ronquido” del leviatán ha jugado al indicio lúdico,
no exento a incertidumbres[xi],
cuando el protagonista inicia el viaje del sueño de “la isla desconocida”
(56-57). Todo lo que antecede, con la intención de revertir el relato, acusando
cierta hibridación que ofrece una gradación ascendente de la fantasía[xii]:
La cubierta era como un campo labrado y sembrado, sólo falta que caiga
un poco más de lluvia para que sea un buen año agrícola. Desde que el viaje a
la isla desconocida comenzó, no se ha visto comer al hombre del timón, debe de
ser porque está soñando, apenas soñando, y si en el sueño les apeteciese un
trozo de pan o una manzana, sería un puro invento, nada más. Las raíces de los
árboles están penetrando en el armazón del barco, no tardará mucho en que estas
velas hinchadas dejen de ser necesarias, bastará que el viento sople en las
copas y vaya encaminando la carabela a su destino. Es un bosque que navega y se
balancea sobre las olas, un bosque en donde, sin saberse cómo, comenzaron a
cantar pájaros, estarían escondidos por ahí y pronto decidieron salir a la luz,
tal vez porque la cosecha ya esté madura y es la hora de la siega.
Y
finalmente ese sueño, instrumento determinante, encadena su confuso material al
de la realidad, y lo que la conciencia onírica pronosticaba mediante sus
símbolos, es traído a una hermosa e intuitiva resolución de lo que buscaban sus
personajes:
Se despertó abrazado a la mujer de la limpieza, y ella a él,
confundidos los cuerpos, confundidas las literas, que no se sabe si ésta es la
de babor o la de estribor. Después, apenas el sol acabó de nacer, el hombre y
la mujer fueron a pintar en la proa del barco, de un lado y de otro, en blancas
letras, el nombre que todavía le faltaba a la carabela. Hacia la hora del
mediodía, con la marea, La
Isla Desconocida se hizo por fin a la mar, a la búsqueda de
sí misma.
En
conclusión, Saramago ha desarrollado muy sensible y hábilmente el tema del
“insularismo” lezamiano como desestabilización de límites poéticos y creación
de nuevos firmamentos culturales, bebiendo de múltiples referencias mitológicas
y literarias que arrancan en la cultura clásica, que involucran al cuento
medieval y que reinterpretan las novelas de aventura de los siglos XVIII y XIX.
Bajo estas inspiraciones, “El cuento de la isla desconocida” propone la
insularidad como armazón simbólica de una pregunta que han de hacerse los
ibéricos, esa búsqueda del sí mismo que implica la distancia y el éxodo de
Europa. Con la intención de re-significar y re-ubicar sus valores e historia,
el viaje propuesto no es ajeno a contradicciones, conlleva un ardua tarea de imaginación,
valentía y esfuerzo colectivos. Y, sobre todo, invita a una concreción de los
valores más primigenios del ser humano, siguiendo la idea cavafiana que implica
en la búsqueda de la identidad un largo viaje, aventuras, sueños y
conocimiento. Bajo esa experiencia, “la isla”, “el barco”, el destino de todo
ser, no es una meta fija, sino el término móvil a través del cual se descubre el
significado de la existencia.
[i]No
cabe duda de que en la novela europea de aventuras, de los siglos XVIII y XIX,
se compone, junto al relato de viajes,
una aguda reflexión acerca del colonialismo, el consumo, la moral y el prototipo
de hombre perfecto para los sociedades continentales, frente a una periferia
desordenada, relegada, pero misteriosa y libre, muchas veces materializada en
lo lejano e insular. Se recomienda el interesante trabajo de Ian Watt,
“Robinson Crusoe as a Myth” (1951).
[ii] El texto, O Conto da Ilha
Desconhecida, fue creado para el Pabellón de Portugal de la Expo'98 de
Lisboa. Se publicó en portugués en la Editorial Assírio & Alvim en 1997. Un
año después, con la traducción de Pilar del Río, aparece en España en la
editorial Santillana/Alfaguara, donde ha sido reeditado sucesivamente. En este
trabajo se citará de la edición de 2008 con el número de la página entre
paréntesis.
[iii] Sorprende la ausencia de comentarios críticos acerca
de este interesante relato, así como las escasas indagaciones acerca de
Saramago y la insularidad. Entre los trabajos que indagan lateralmente el tema cabe mencionar a Jordi Costa, "La isla ibérica" (1986), Mary L. Daniel, "Symbolism and
synchronicity: José Saramago’s Jangada de pedra" (1991), Mark
Jl Sabine (2005). «“Once but no longer the prow of Europe”: National
Identity and Portuguese destiny in Saramago’s The Stone Raft» y Paulo de Medeiros,
“Invitation to the voyage” (2005).
[iv] Para
ampliar esta leyenda se recomienda revisar la obra de Grenville Pigott, A Manual to Scandinavian Mythology (2001). También resulta original y oportuna
la interpretación que Jorge Luis Borges aporta a estos textos, tal como se
aprecia en su ensayo “Diálogos del asceta y el rey” (1953), donde
vincula estas fábulas a las literaturas ibéricas.
[v] Se trata de una versión cristianizada de la leyenda
de Buda, que sufrió varias transformaciones a lo largo de la historia y que fue
traducida a diversas lenguas, suerte que también corrieron otras obras
orientales indias y persas que influenciaron los cuentos medievales “Calila e
Dimna” y “Sendebar”. En España se conocen varios manuscritos de Barlaam y
Josafat desde el siglo XV, algunos de los que remontan a los siglos XIII y
XIV, en los que se perciben los cambios introducidos por las traducciones
llevadas a cabo en lengua griega, bizantina y árabe, hasta que finalmente
fueron adaptadas a las lenguas romances (castellano, catalán y portugués). Se
recomiendan los estudios de Enrique Gallud Jardiel, La India en la literatura
española, (1998), María Jesús Lacarra, Cuento y novela corta en España.
1. Edad Media (1999), Fernando Gómez Redondo, Historia de la prosa
medieval castellana, 1998, José Luis Gavilanes Laso y António Apolinário
(Coords.): Historia de la literatura portuguesa, Cátedra, (2000), Angel
Marcos de Dios y Pedro Serra, Historia de la literatura portuguesa
(1999).
[vi]
Puede verse un interesante análisis de estas intertextualidades en el clásico Orígenes
de la novela (1905) de Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), una
relación que ya había descubierto la crítica francesa en el siglo XIX y en la
que también se detienen los medievalistas contemporáneos. Se puede revisar el
trabajo de María Jesús Lacarra, Cuentos de la Edad Media (1989), Enrique
Gallud Jardiel, La India
en la literatura española, (1998) y el estupendo ensayo de Jorge Luis
Borges, “Formas de una leyenda” (1952).
Por otra parte, resulta patente una vinculación
orientalista similar en algunos relatos de aventuras de los siglos XVIII y XIX.
Tal como señala la crítica, Nawal Muhammad Hassan, Hayy bin Yaqzan and
Robinson Crusoe: A study of an early Arabic impact on English literatura
(1980), parece obvio que personajes como el emblemático de Daniel Defoe
transparentan la huella oriental, en este caso, de Ibn Tufail’s y su aventura insular del siglo XII, Hayy
ibn Yaqdhan.
[vii] La leyenda narra el viaje de Brandán y Maclovio, que
acompañados de catorce monjes, zarpan en busca de la isla de la utopía. Al llegar
a ella, resucitan a un gigante muerto, y entre tormentas y tempestades,
abandonan su quimera, no sin antes observar que la isla desaparece mágicamente
entre las aguas. Se recomienda la traducción de Marie-José
Lemarchand de El viaje de San Brandán (1983).
[viii] La
leyenda fue alimentada por viajeros portugueses, ingleses y españoles que
afirmaron verla en el archipiélago canario, al punto de aparecer en numerosos
mapas. Hacia el año 1953, reaparece en una “fotografía” de los años cincuenta
para el diario El mundo. En la
actualidad, el proyecto documental y artístico canario San Borondón: la isla descubierta, ha logrado la recuperación de
algunos diarios, apuntes y crónicas de viajeros europeos que recogieron la
visualización de la isla.
[ix] “La
literatura no es otra cosa que un sueño dirigido” (Borges 1996b: 40).
[x] Esta lectura concuerda en parte con las
investigaciones de Basilio Losada en su trabajo "Figuras de mujer:
presencias femeninas en la narrativa de Saramago"(1996), sobre todo cuando
tiene en cuenta, a propósito de La balsa
de piedra, el carácter femenino y maternal aplicado a la Península
Ibérica.
[xi] Según la leyenda bíblica, el leviatán es el monstruo
marino que puede despertar en cualquier momento, encarnación de lo
incontrolable y demoniaco del espíritu inconsciente. Confundido con una isla y
un refugio, su carácter móvil materializa el peligro que puede acontecer en
cualquier momento de la existencia (Chevalier 2005: 642, 643). Su alegoría
parece ser el origen de la leyenda de San Brandán, y lateralmente, de la “ballena
dormida” con la que se compara a San Borondón en Canarias. Aunque la referencia
al mito del leviatán es directa en “El cuento de la isla desconocida”, se
aprecia que el autor no ha querido detenerse en un paralelismo puro (“la sirena
de un paquebote que se hacía a la mar, soltó un ronquido potente, como debieron
ser los del leviatán”). Pues la metáfora se menciona levemente y buscando un
objetivo lúdico [“y la mujer dijo, Cuando sea nuestra vez, haremos menos ruido
[…] Se rieron los dos, después se callaron” (56 y 57)], seña con la que
estabiliza la imagen de la isla que pretende recrear, paradigma de centro
poetizado.
[xii] En este marco, resulta interesante y adecuada la
afirmación del trabajo de Luís de Sousa Rebelo, «José
Saramago: o realismo meravilhoso» (1996), que ve en algunos momentos de la obra
saramaguiana notables visos de lo real maravilloso.
ARTICULO PUBLICADO EN LA REVISTA GUARAGUAO (2012), 16, 39, PP. 9-24.
Gracias, maestra.
ResponderEliminarNo sé por qué me has traído a Virgilio Piñera a la cabeza; el también pensaba islas y decía cosas como estas:
Se me ha anunciado que mañana,
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas.
Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,
y poco a poco, igual que un andante chopiniano,
empezarán a salirme árboles en los brazos,
rosas en los ojos y arena en el pecho.
Lo dicho. Por mantener aire y sal en las cabezas, gracias